Jean le Rond D'Alembert lleva el nombre de la
capilla de Notre-Dame de París donde fue abandonado un 16 de noviembre de 1717.
Su madre era la famosa, brillante y frívola marquesa de Tencin, quien abandonó
a todos los hijos resultantes de sus amoríos con altas personalidades como el
propio regente. Su padre fue el mundano pero también muy cultivado general de
artillería Destouches, que se ganó el significativo sobrenombre de “Cañón”.
Ambos formaban parte de la “crème de la crème” de la corte y de París, donde
eran conocidos por todo el mundo y a todo el mundo conocían.
Bajo ese estigma de pública bastardía vivió
siempre D’Alembert y, sin duda, ello fue para él una condena que le torturó
siempre. Como también torturó a la compañera sentimental de toda su vida: Julie
de Lespinasse. Ambos son hijos naturales –“bastardos” a los ojos de su
sociedad- de muy reconocidos vástagos de la élite aristocrática –de sangre pero
también de educación- de su tiempo. A ambos esa élite les ofreció –como una
mínima compensación- la posibilidad de formarse, y a ella se acogieron con
entusiasmo y brillantes resultados.
Pero, precisamente porque Jean y Julie fueron
capaces de desarrollar sus talentos y superar en mucho a los padres que no
quisieron reconocerlos, les dolía sobremanera esa “bastardía” por todos conocida y
“perdonada”. Recordemos que, en aquellos tiempos, ninguna condena
moral realmente recayó sobre los padres que los abandonaron y no los
reconocieron, mientras que en cambio el estigma persiguió siempre a Jean y
Julie. Con seguridad y precisamente por su éxito intelectual, ellos tuvieron
que sufrir por ese injusto destino más que los muchos otros “bastardos” de la
época.
D'Alembert (G. Mayos) |
Por eso, D’Alembert se negó tanto a heredar el
carácter frívolo y mundano de sus padres, como a recibir sus apellidos –cuando,
ya siendo famoso, tuvo tal posibilidad. Ahora, sin duda y por mucho que le
pesase, D’Alembert debe a sus progenitores una base genética sobre la que
cimentó una brillante carrera, llena de inteligente talento. Así D’Alembert
lideró la Ilustración francesa más moderada y que hubiera podido evitar la
Revolución. Fue clave para incorporar muchos “philosophes” a la Academia
francesa y otras academias reales, y -por supuesto- para que fuera posible el
gran proyecto intelectual, editorial y social de la Enciclopedia francesa.
Incluso se negó siempre -D’alembert- a recibir
o entrevistarse con su madre, pues representaba para él –sin duda- aquello que
más odiaba de la aristocracia. No podía concebir que él, sus otros hermanos y
seguramente otros aspectos de vida familiar formaban parte de lo mucho que
Madame Tencin había tenido que sacrificar para construir –en un mundo hecho por
y para los hombres- su sorprendente trayectoria vital de hedonismo, pero también
de reconocida escritora de truculentas novelas de éxito y de salonnière muy
inteligente e importante.
D’Alembert cargó siempre el doloroso estigma
de su bastardía, aunque ésta le abriera en algún momento el reconocimiento de
unas élites que querían unir la aristocracia del talento a la de la sangre y
del linaje. De Federico II de Prusia a Luis XV (pero también a Fontenelle o
Mme. Pompadour), todos querían creer que incluso en sus bastardos yacía la
prueba de su superioridad. ¡Y D’Alembert parecía el mejor ejemplo para ello!
No obstante y lamentablemente no fueron
capaces de reconocer y seguir el camino que D’Alembert les indicaba y por el
que luchó toda su vida. En general predominaron los bloqueos a la regeneración
social, los impedimentos ante cualquier intento de incorporar los nuevos
talentos exteriores al establishment, y el menosprecio a las potencialidades de
las clases populares. Por eso en última instancia los esfuerzos del bastardo
D’Alembert no consiguieron cambiar lo suficiente la sociedad para que no fuera
necesaria la Revolución francesa.
Trágica y dolorosamente escindido entre un
origen noble que en su plenitud le es negado, pero que a la vez es elogiado
como “fuente oculta” de sus talentos, D’Alembert intenta una eficaz
regeneración de las instituciones intelectuales, conquista las más altas cotas
alcanzadas en ellas por la Ilustración francesa e, incluso, moviliza
importantes sectores para reconducir al poder de acuerdo con los nuevos
tiempos. Curiosamente el “bastardo” ofrece así un servicio de gran valor a la
clase que lo menospreció, pero ésta –aunque le admira- no puede regenerarse ni
seguir hasta el fin su guía.
Por ello, hay que reconocer que, a pesar de
los éxitos indudables de D’Alembert, la Revolución fue inevitable y el conjunto
de la sociedad –incluyendo las élites aristocráticas que lo veían como “su
bastardo”- tuvo que pagar un altísimo precio por no atender suficientemente a
sus propuestas.
La aristocracia elitista no consigue cambiar
suficientemente a pesar que -olvidando sus muchos bastardos perdidos en el
rencor, el alcoholismo, la miseria o la mediocricidad- cree ver en el
triumfante y siempre autoexigente D’Alembert la prueba de que la “buena
sangre”, el carácter e inteligencia “heredados” y la superioridad estamental se
abren paso –necesariamente y por si solas- en la filosofía, la ciencia, la
república de las letras, los ingeniosos debates, las altas confabulaciones
culturales, los salones, los más magnos proyectos intelectuales…
Ciertamente y ya de muy joven, el brillante
D’Alembert aprovechó genialmente los estudios que le financió su padre (sin duda para
apaciguar su mala conciencia). Además brillaba en talentos tan diferentes como
las matemáticas, la retórica, el disciplinado y autoexigente trabajo en
solitario, y la inteligencia social para imponerse en las conjuras palaciegas y
ganar -para sus propios proyectos- la voluntad de los monarcas.
Esa versatilidad, junto con un adusto carácter
incorruptible (probablemente ambos “heredados” de la relación bastarda con sus
padres), hacen de D’Alembert el tipo de hombre, carácter, inteligencia y
talento capaz de ganar para la naciente Ilustración cotas de poder e influencia
-impensables antes- tanto dentro de las instituciones como frente a la sociedad francesa
de su tiempo.
Como veremos, le debe mucho la Ilustración a
D’Alembert: en lo científico, en lo filosófico, en la promoción de sus valores
básicos, en tanto que república de las letras y “capitalismo de imprenta”, en
tanto que nueva clase intelectual y nuevas prácticas culturales, en tanto que
nueva relación biopolítica con el Estado y sus instituciones…
Quizás en la tolerante y parlamentaria Gran
Bretaña había habido claros antecedentes del papel que jugaría D’Alembert, como
sus muy admirados Francis Bacon o Isaac Newton. Pero en la absolutista,
centralista y versallesca Francia nadie podía ejercer el papel que le destinó
la historia ¡y D’Alembert a sí mismo! Los destacados esfuerzos de Colbert y
Fontenelle no lograron incorporar plenamente a la nueva intelectualidad, también
–más tarde- Necker y Turgot fracasarán en regenerar un régimen incapaz de
seguir a los nuevos tiempos.
Sólo D’Alembert va consolidando de forma
relativamente callada significativos avances en la institucionalización de la
Ilustración, así como su lenta impregnación y visibilidad social. Recordemos que incluso el
aristócrata y brillantísimo Montesquieu ascendió en las instituciones “sabias”
expandiendo los valores ilustrados de la división de poderes y la tolerancia,
pero finalmente fue bloqueado y no pudo abrir el camino para los “philosophes” en esos
decisivos campos.
Algo parecido podemos decir de Voltaire, por
otra parte un buen aliado de D’Alembert en estas tareas. No puede
substituirle en la práctica pues siempre termina chocando con el poder y es
incapaz de morderse la lengua o de modular su sarcasmo. Hoy cuesta valorarlo,
pero en aquellos tiempos los ilustrados y la Ilustración tenían que ser muy
hábiles, astutos y autocontrolados para mover mínimamente el poder y los
monarcas hacia algo así como el “despotismo ilustrado”. En aquellos tiempos
prerrevolucionarios, logros tan pequeños parecían los únicos posibles y
requerían denodados esfuerzos.
Ante tan grandes dificultades, hoy todos los
análisis confirman que -a pesar de compartir con D’Alembert la alta dirección
de la Enciclopedia y continuar
después de la dimisión de éste- el plebeyo Diderot no podía jugar el papel de
aquél y eso, que gozaba de comprobada habilidad, astucia, eficacia,
inteligencia y capacidad de trabajo. Tampoco podía competir por el decisivo
papel de D’Alembert, el también plebeyo Rousseau, a pesar de ganar para la
Ilustración tantos lectores con su patetismo seductor y su brillante escritura
a la vez radical y predicadora.
En definitiva, en el absolutista panorama
francés -hoy anacrónicamente percibido como más tolerante de lo que era-, sólo
D’Alembert parece equilibrar vicios, virtudes, talentos y debilidades, para
ponerlos al servicio de mejorar decisivamente el impacto histórico real e institucional de la
Ilustración. De hecho, cuando consigue pasar el “relevo” o “testimonio” a su
discípulo Condorcet, ya es demasiado tarde para una evolución política,
cultural y social; y Francia tiene que enfrentarse con la violenta escisión que
representa la Revolución. Pero en todo caso ni la Ilustración ni la Revolución
“francesas” se pueden entender sin las complejas estrategias y prácticas
político-culturales que impulsó D’Alembert.
Detallamos todo lo anterior en el libro D'Alembert, de bastardo a líder de la Ilustración (Ed. Linkgua, 2014). Allí podemos ver que, en el “antíguo régimen” francés, un bastardo de alta cuna –como D’Alembert- sufría enormes humillaciones, pero a la vez podía conquistar cierto reconocimiento, si desarrollaba su talento. Sin duda ello era debido a que las élites privilegiadas veían reafirmada así su presunta “superioridad” intelectual y moral. En esa dolorosa e injusta ambigüedad vivió siempre D’Alembert y, en cierta medida, fue de los que más hizo para denunciar y superar esa hipocresía.
Fueron los escenarios de sus batallas para
reconquistar el reconocimiento público para él y la creciente Ilustración:
primero las matemáticas y la física, luego las rígidas academias científicas y
la ingeniosa convivencialidad de los salones, y finalmente el capitalismo de
imprenta, la república de las letras y la Enciclopedia -que era sin duda el proyecto más definitorio y relevante de su momento-.
Con ese periplo y a lo largo de su vida,
D’Alembert luchó contra una sociedad cerrada sobre sí, aristocrática, férreamente
estamental, basada exclusivamente en la sangre y el linaje… Ayudó a nacer otro
tipo de sociedad más abierta (como diría Karl Popper), más meritocrática y
reconocedora de los talentos personales; pero también más individualista, centrada
en el conocimiento y marcada por la concurrencia burguesa.
Ahora bien, también se expone que, aunque D’Alembert hizo
mucho y tuvo grandes triunfos, la sociedad francesa del “antiguo régimen” no
quiso evolucionar con los tiempos. No siguió el camino marcado por D’Alembert y
otros moderados ilustrados que querían reformarla profundamente. Por eso cuando
D’Alembert muere en 1783, sonaban ya a lo lejos los “truenos” de una revolución
política y social que lo haría cambiar todo acelerada y profundamente.
A partir del libro D'Alembert: De bastardo a líder de la Ilustración de G. Mayos (Barcelona: Red ediciones, 2014, 149 pp.)
www.linkgua-digital.com
Amazon, Ebook a Ed. Lingkgua y http://www.amazon.es/DAlembert-De-bastardo-l%C3%ADder-Ilustración/dp/8490079633
Es va fer presentació del llibre el dijous 25 de juny a les 19 hores a la Sala Sagarra de l'Ateneu Barcelonès (Carrer de la Canuda, 6, de Barcelona) amb Rosa Rius (filòsofa U.B.) i l'autor.
Moltes gràcies per la teva generositat, Gonçal!
ReplyDeleteQue va Sílvia. Pur interès pels bons amics com tu!!!!!!!!!!!!!
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