Dec 24, 2018

PUERTA ENTRE NIHILISMO Y VERDAD


Notemos que el prólogo o presentación de la película Rashomon se sitúa en el frío y decrépito templo-puerta japonés, donde se congregan bajo una fuerte lluvia y terriblemente afectados: un monje y un leñador. Éste se exclama: “no lo entiendo”, “no entiendo absolutamente nada”. El monje, obstinadamente cabizbajo, afirma que han presenciado algo muy sorprendente y “horroroso” pues, “después de haberlo visto, no creo que pueda confiar en nadie más”.  

Ello despierta el interés de un recién llegado que busca refugiarse de la lluvia y que, significativamente, hace leña con el viejo templo para secarse al fuego. Se sorprende de esas angustiadas exclamaciones y, con desparpajo y  mientras se seca al fuego, inquiere por ellas, propiciando que le expliquen las versiones del bandolero, la dama y el samurai sobre lo sucedido en el bosque.


Como vemos, el debate en el templo (como la lechuza de Minerva) tan sólo puede formularse postfactum, tan sólo levanta su vuelo postfestum, cuando los acontecimientos en el bosque han culminado y periclitado, pero –y esto es muy significativo- cuando todavía no han desvelado su secreto, cuando todavía no han sido conocidos, conceptualizados rigurosamente, ni elevados a idea -diría Hegel-. 

Como la reflexión respecto a la vida, el conflicto teorético en el templo se refiere metalingüísticamente y filosóficamente al conflicto vivido en el bosque. Usando expresiones de Hegel, cuando el debate teorético y filosófico “pinta gris sobre gris, entonces una forma de la vida ya ha envejecido, y con gris sobre gris no puede ser rejuvenecida {ni enmendada}, sino sólo conocida.”[1] Es decir tan sólo se puede intentar superar las consecuencias psicológicas y epistemológicas del “efecto Rashomon”, y determinar la verdad. 

En el templo-puerta el recién llegado mostrará progresivamente sus actitudes muy cínicas, escépticas e, incluso, nihilistas, que contrastan con la sincera angustia del leñador y el monje. Ésta nace claramente del “efecto Rashomon”, de la imposibilidad de desentrañar el misterio de unos relatos incompatibles entre sí a pesar de remitir a unos mismos hechos, y de la imposibilidad para entresacar de ellos una verdad única, unívoca y objetiva. Además, distintos indicios nos van mostrando que el leñador también intenta comprender por qué tanto el bandido como el samurai y su esposa mienten o dan una versión que no encaja con lo que él secretamente ha presenciado. 

La cuestión es pues determinar la verdad y por qué mienten. Aunque pueda sorprender, la angustia que atenaza al leñador y al monje no procede directamente de las violencias cometidas en el bosque pues comparten con el cínico un profundo pesimismo y conformismo sobre la inevitable maldad humana. Al menos hasta el momento final, en el templo-puerta, más que de la cuestión ética o pragmática de evitar crímenes como los del bosque, se trata de una cuestión puramente teorética: determinar la verdad de lo que pasó y, en cierta medida, legitimar una vía para salvar la verdad frente al “efecto Rashomon”. 

Ello coincide con la mirada prácticamente de taxidermista que preside toda la película. Kurosawa se muestra fríamente analítico y evita hasta el final tomar partido por ninguno de los personajes: el bandolero es claramente desmitificado y ridiculizado; el samurai aún es tratado más críticamente; algo más amable se muestra con la doblemente violentada mujer (primero por el bandolero y luego por su propio marido), pero su transformación final, que muestra una fuerza que aparentaba no tener, no oculta que pide la muerte de su marido. Y por supuesto, como exclama el leñador –que lo ha contemplado todo- “todos mienten”, “todos son unos egoístas”. 

Aparentemente esa distanciada y desencantada mirada de taxidermista de Kurosawa se suaviza cuando se posa sobre los tres personajes en el templo. Pero eso es muy relativo pues, a pesar que su inteligencia es clave para llegar al desenlace, el cínico recién llegado es finalmente desacreditado pues ¡roba la ropa y únicas pertenencias de un recién nacido abandonado!

Ciertamente y en todo momento, el monje es presentado como muy consciente y preocupado, pero su angustia parece provenir tan sólo de la necesidad de salvar su fe en la verdad, en la humanidad y, en cierta medida, en algún tipo de teodicea u orden sagrado/divino en el mundo. Sin duda sorprende la rapidez y cierta irreflexión que le lleva a entregar el niño abandonado al leñador.
 

Por mucho que el monje pueda estar contento porqué éste finalmente ha salvado su voluntad de verdad[2], permitiéndole encontrar un relato que puede considerar verídico y más legítimo que los del bandido, el samurai y su esposa; no puede olvidar que el leñador había presenciado, sin intervenir, la violación de la dama y el asesinato del samurai; que luego había robado una valiosa daga y que, más tarde, había mentido sobre todo ello a la justicia. Pues bien, a pesar de ello y con una peligrosa tendencia a la pasividad (por ejemplo es incapaz de reaccionar cuando el cínico expolia de sus pertenencias al niño y siempre se muestra pusilánime frente a los argumentos del cínico), el monje entrega el niño al leñador después de una brevísima vacilación.

Podemos anticipar que, sin duda, para Kurosawa (como para el monje) el leñador representa la única esperanza de superar el “efecto Rashomon”, abrir una cierta esperanza de verdad y –probablemente también- de una acción finalmente ética y vital (aspecto éste del que parece adolecer el monje). Por ello, el leñador se erige de alguna manera en el portavoz del propio Kurosawa en la película. Pero, tendrá que superar su propio infierno, el “efecto Rashomon” y expiar sus errores (ha mentido a la justicia, ha robado la valiosa daga del lugar del crimen y –sobre todo- no ha intervenido en ningún momento para ayudar las víctimas). 

Cuartel e interrogatorio, aparece el “efecto”


Además de los dos grandes escenarios resultantes de dos cuentos de Ryunosuke Akutagawa “Rashomon” y “En un bosque” que inspiraron la película Rashomon, hay un tercer escenario que a veces pasa desapercibido: el patio del cuartel de policía donde se toma declaración sobre el crimen.
 

Es en una especie de metaescenario donde se evidencian o narran los relatos de los tres grandes protagonistas del conflicto en el bosque, y así se prepara el debate posterior en el templo-puerta. Tenemos que destacar, pues, el papel intermedio y de enlace que juega el patio del cuartel entre los otros dos escenarios y planteamientos: por una parte, lo vivido violentamente en el bosque (que ahora se manifiesta bajo el “efecto Rashomon” como una diversidad de relatos inconmensurables e incompatibles entre si) y, por otra, lo reflexionado dramáticamente en el templo-puerta. 

Coincidiendo con la tesis kantiana, en Rashomon la realidad nouménica o la cosa-en-si queda velada, y tan sólo disponemos de la versión fenoménica tal como es percibida y vivida por los distintos testimonios. Notemos que el precioso y largo plano, bajo una alegre y trepidante música in crescendo muy parecida al famoso bolero de Ravel, donde el leñador se interna en el bosque y va descubriendo los primeros indicios del drama del que ya tenemos noticia (el sombrero con velo de la dama, una zapatilla, unas cuerdas rotas, un amuleto...), termina bruscamente cuando el leñador queda sorpresivamente admirado... Pero tan sólo vemos en un muy corto plano unos brazos agarrotados y mudos, que tan sólo revelarán su historia, con las cuatro narraciones incompatibles mencionadas. Además se trata de una “licencia poética” de Kurosawa o una mentira del leñador, pues luego sabremos que llegó secretamente a la escena del crimen antes de que el samurai muriera. 

Pues bien, las versiones formuladas bajo el interrogatorio de la justicia (siempre implícito y nunca explícito, pues sólo lo intuimos por lo que dicen los interrogados) concluyen con la más contundente manifestación del “efecto Rashomon”: unos relatos, unas certezas e, incluso, unas “verdades” incompatibles e inconmensurables entre si. Para simplificar: tanto el bandido, la mujer y el samurai se autoinculpan de la muerte de éste (el último por el suicidio ritual “Harakiri” como corresponde al código de honor de los samurais “Bushido”). Además queda disputada la respuesta “real” de la dama, ante los avances pasionales del bandido, y su posterior actitud para con su marido. 

Kurosawa enfatiza el “efecto Rashomon” presentando sucesivamente esas tres versiones con una elegante pero muy inquietante progresión respecto el dramatismo, la crueldad y la violencia. El efecto resultante es impactante, pues a la contrastada vivencia de la violencia física del bandido, se suma la terrible violencia psicológica (que se muestra tan mortal como la anterior) entre marido y mujer, entre el samurai y su esposa.  

Por tanto, el cuartel de policía es el ámbito del fenómeno, aún más: donde se confrontan las distintas vivencias y los relatos incompatibles entre si; pues lo realmente sucedido en el bosque se oculta inefable -como el noúmeno o la realidad en si-. El cuartel es pues el ámbito donde se manifiesta con toda su contundencia el “efecto Rashomon”. Ello tiene una importante lectura filosófica, pues parece indicar (o resulta de las opciones adoptadas por Kurosawa y colaboradores) la limitación intrínseca que amenaza toda simple investigación, fría, distante, un tanto coactiva sobre los testimonios,  que se limita a querer determinar un culpable (que no es lo mismo que la “verdad”) de lo acontecido en el bosque... 

Aunque intenta obviar el “efecto Rashomon”, sometiendo a los testimonios a un frío, distante e incluso coactivo interrogatorio, buscando desencarnar su subjetividad y vivencias para establecer los hechos fríamente objetivos, no consigue sino caer bajo el “efecto” de unas vivencias i perspectivas inconmensurables entre si. 

Creemos que es por ello que Kurosawa filma siempre el patio del cuartel y el interrogatorio con el mismo enfoque subjetivo maravillosamente minimalista y geométrico: un muro al sol, el testimonio interrogado en primer plano, los otros en un segundo plano esperando sentados en la grava, las armoniosas sombras de todos ellos... Significativamente la autoridad que juzga nunca es vista, puesto que siempre se nos ofrece una visión subjetiva desde ella. Además nunca se la oye hablar, pues sólo podemos intuir su interrogación por lo que dicen los interrogados.  
 
Se trata pues una búsqueda totalmente “objetivista” de la verdad, podríamos decir que completamente “empirista” o “positivista”: determinar los hechos tal y como se produjeron. Para ello -se presupone-, basta con que se interroguen fría y coactivamente los testimonios y se confronten entre si y con la realidad sus declaraciones. Se presupone la irrelevancia o trascendencia (como quiera verse) del juez, es decir el sujeto que inquiere, juzga y dictamina la verdad de los hechos en si mismos.

Coherentemente y como hemos dicho, Kurosawa mantiene siempre la imagen subjetiva y soslaya incluso la voz que interroga. Ahora bien, esta aproximación a la verdad resulta insuficiente y así lo deja claro Kurosawa mostrando la angustia que atenaza al monje y al leñador (que ciertamente no ha revelado su secreto) después del interrogatorio. En ese momento, el “efecto Rashomon” lo señorea todo.


[1] Op. Cit.
[2] Aquí voluntad de verdad y voluntad de fe parecen casi indistinguibles.
 


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