Significativamente Rashomon de Kurosawa no termina con la realista y desmitificadora versión del leñador. Queda todavía una cuarta y última parte. ¿Cual es el sentido de esa especie de epílogo con que culmina la película?
A pesar que sería el presunto espectador neutral que manifestaría la interpretación objetiva y "real" de los hechos, el leñador no consigue eliminar totalmente el ácido de “efecto Rashomon”. Pues la multiplicidad de versiones y la sospecha generalizada que han sembrado, han conducido a un duda que cae cínicamente sobre cualquier testimonio. Así lo manifestará el oyente cínico que insidiosamente obligará a continuar el debate y la trama.
Por una parte, el cínico celebra esta última versión del leñador afirmando que seguramente es la más creíble[1], pero se niega a darle mucho más valor a pesar de las protestas de veracidad del leñador. Éste no se conforma con que se le reconozca una mayor plausibilidad, sino que proclama: “es la verdad, lo vi con mis propios ojos”. Pero el cínico insiste en sentenciar que “ningún mentiroso dice que lo es” y pondrá en evidencia la "credibilidad" del leñador y, por tanto, de su testimonio. Como vemos, el ácido del “efecto Rashomon” continúa todavía plenamente vigente y el testimonio del leñador permanece también bajo su “efecto”.
Incluso, el
monje confirma la vigencia en ese momento del “efecto Rashomon”, pues se
lamenta de que “si no puedes creer en las personas, el mundo es un infierno”. Recordemos
que la figura del monje es muy ambigua pues parece importarle mucho más la
voluntad de fe o creencia más que la presencial del mal y la crueldad en el
mundo, o incluso que la certeza o verdad. Aparece más dolido y afectado porque
ya no puede subjetivamente creer, que no porque el mundo sea tan malvado y
cruel. Acoge con resignada fatalidad los crímenes narrados y la maldad
dominante, pero muestra una enorme angustia y desespero cuando ve cuestionada
por el “efecto Rashomon” su voluntad de fe (fe en la humanidad –dice-, fe en
una verdad). Sólo entonces se hunde el monje en la desesperación y proclama una
y otra vez que la vida sin esa fe es el infierno, el nihilismo más absoluto.
Todavía
bajo el tota dominio del “efecto Rashomon” el cínico le argumenta al monje
“aunque te desgañites no cambiará nada”; proponiéndole “escoge la versión que
te parezca más creíble y quédate con ella”; y concluyendo: pues “en esto tienes
razón: el mundo es un infierno”. Insistiendo en su radical escepticismo
nihilista y como el leñador continúa quejándose de que “no entiende nada”, el
cínico le dice: “yo no me preocuparía”, pues “esto quiere decir que los hombres
hacemos cosas muy misteriosas”.
Con el
dominio del “efecto Rashomon”, la posición del cínico (casi diríamos el
postmoderno avant la lettre) parece
imponerse totalmente, de tal manera que el público aventura un desenlace
totalmente lúgubre, en que el “efecto Rashomon” no podría ser superado de
ninguna manera. Recordemos que incluso la versión de un testimonio neutral
respecto a los acontecimientos narrados no parece poder imponerse plenamente;
sobre todo porque su relato y su propio valor como testimonio no consiguen
distinguir-se de los anteriores y cae bajo el “efecto Rashomon”. La nula
fiabilidad de una humanidad egoísta y egocéntrica, así como su propio
comportamiento hasta ahora, tienden a invalidar al leñador como portador de la
verdad y degradar su testimonio a otra versión más bajo el “efecto”.
Coincidiendo
con cierta deriva del postmodernismo, sólo el cínico y su actitud nihilista
saldrían triunfantes por encima del creyente o –en otro sentido- el
racionalista dogmático (el monje) y del observador sensible o –en otro sentido-
el empirista ingenuo. En términos nietzscheanos, el monje experimentaría en sí
mismo la muerte de Dios (la muerte para él de su Dios: su fe o creencia).
Mientras que el leñador caería bajo todos los tropos escépticos, las dudas, las
desconfianzas y las sospechas cínicas.
Habíamos
visto que el aparente primer final (la narración “neutral” del leñador) no
acaba con el disolvente “efecto Rashomon”. El motivo es muy claro y el cínico
lo enuncia con contundencia: todo el mundo miente, incluso sin saberlo,... o al
menos cabe esa posibilidad. A nadie se le escapa la similitud de esa fórmula
nihilista con el momento culminante de la duda hiperbólica y radical de
Descartes, cuando se plantea la posibilidad que un genio maligno (o un Dios
engañador, dirá en otro momento,) usen todo su poder para que nos equivoquemos
continuamente o nos hallan hecho de tal manera que no podamos sino engañarnos
en todo momento. Es más, en este momento la duda está presidida por una
variante de la reflexión cartesiana: no
podemos fiarnos nunca (cuando se trata de fundamentar la verdad o legitimar
apodícticamente su posibilidad) de quien nos ha engañado alguna vez[2].
Pues no
olvidemos que el leñador tan sólo ha revelado su versión de los hechos, después
de haber mentido a la justicia y a todo el mundo hasta el momento,
autoculpándose implícitamente de haber presenciado los hechos criminales sin
haber ayudado a las víctimas y, más tarde, tendrá que confesar haber robado una
valiosa daga del escenario de los hechos. Sin ninguna duda su testimonio está
profundamente desvalorizado. ¿Cómo se puede creer a quien ha actuado así? ¡La
verdad no puede depender de alguien así, por muy humano que todo ello sea!
Ésta es la
cuestión clave que obligará al giro que representa la última parte de la
película, con la sorprendente aparición de un recién nacido abandonado y las
muy significativas reacciones que provocará en los tres interlocutores.
Sin duda
somos muchos que hemos pensado, llegados a este punto, que precisamente por no
haber intervenido en los hechos delictivos sucedidos en el bosque, pero
habiéndolos observado, el leñador es el prototipo del tradicionalmente deseado
“testigo neutral y no implicado en los hechos” que es el más fiable para
establecer la verdad. Ahora bien, no haber actuado en ayuda de las victimas y
haber permanecido observando sin ser visto, también es una actuación y no de
las más loables. Además es muy discutible que esa cobarde y pasiva observación,
haya salvaguardado efectivamente su neutralidad y no implicación con los
hechos. Pues si hubiera sido así, no hubiera tenido necesidad de mentir a la
justicia y todo el mundo, hasta que la mala conciencia le lleva a confesar ante
la aguda perspicacia del cínico.
Por tanto,
tenemos que concluir que el testimonio del leñador (aunque coincidamos con el
cínico que seguramente es el más verosímil) ha quedado contaminado por el
“efecto Rashomon” e, incluso, devaluado éticamente. Por tanto difícilmente puede ser recuperado o
valioso como fuente decisiva de verdad. Ciertamente no es suficiente con haber
presenciado los hechos, par ser un buen testimonio de la verdad, Pitágoras sin
ninguna duda concluiría que el leñador, que se ha lucrado robando la valiosa
daga, ha actuado como aquellos que van a las olimpíadas a hacer negocios y no
como un desinteresado contemplador. Fácilmente se puede pensar que su principal
preocupación cuando observaba los hechos, era no ser descubierto o, incluso,
mirar que beneficio podría obtener finalmente de todo ello.
Ciertamente
todo buen testimonio tiene que ser totalmente fiable en su voluntad de verdad
(ser sincero y no querer mentir). Su valor como testigo depende de su credibilidad.
Por eso, Kurosawa introduce el sorprendente episodio del recién nacido abandonado
en el templo-puerta. Representa una segunda oportunidad, para que el leñador
reconquiste su credibilidad perdida bajo el “efecto Rashomon” y su actuación
personal anterior.
Al
respecto, parece claro que Kurosawa y su coguionista han dispuesto astutamente
el recién nacido abandonado como una piedra de toque de la categoría o calaña
moral de los implicados en el debate sobre la verdad en el templo-puerta.
Ciertamente cuesta imaginar una manera más clara y de interpretación más
unívoca de mostrar la calaña que quieren adjudicar al cínico, que éste lo
primero que haga sea abalanzarse sobre el niño abandonado para despojarle de
sus únicas pertenencias: su ropa y un amuleto (que el leñador pone como muestra
que importaba a sus padres, a pesar de tener que abandonarlo). Finalmente, el
cínico culmina su robo, después de haber obligado a confesar al leñador que él
también era un ladrón pues había robado la valiosa daga, y huye con su
miserable botín bajo una cruel risa
sarcástica.
En cambio,
el leñador mostrará su valía moral adoptando el niño abandonado y despojado.
Con una sorprendente rapidez, quizás además peligrosamente confiada, atenderá
el monje el deseo de adopción por parte del leñador. ¿Qué significa éste último
acto, dentro de la película? Sin duda, es la muestra de que con su
enfrentamiento con el expoliador del recién nacido, al que luego adopta, el
leñador además de mostrar su valía moral, de alguna manera, ha recuperado a los
ojos del monje (y de los guionistas) su credibilidad que le convierten en el
revelador de la verdad y el triunfador sobre el “efecto Rashomon”. Aunque son
muchos los ejemplos filosóficos o cotidianos en sentido contrario (que Kant
teorizó separando estrictamente el uso teorético y cognoscitivo de la razón del
uso práctico o ético), Kurosawa parece decirnos que no puede haber verdad sin
ética y que la búsqueda teorética de la verdad debe ir complementada con la
acción buena.
Por eso
Kurosawa nos dice que, del enfrentamiento final entre el leñador y el cínico,
el primero triunfa sobre el segundo no sólo éticamente y por su bondad, sino
que de alguna manera ese triunfo legitima su credibilidad como testimonio y
afianza el triunfo de la verdad por encima del ácido disolvente del “efecto
Rashomon”, del nihilismo, cinismo y escepticismo absolutos. Por eso, sólo en
ese momento, amaina la negra lluvia y sale un sol débil, tímido, incipiente
pero esperanzador[3].
[1] Notemos que evita hablar en términos de la verdadera.
[2] Para nuestra interpretación de la
argumentación cartesiana véase G. Mayos “Fundamentación de la metafísica y
gnoseología del sujeto en Descartes” en Revista Pensamiento, Madrid,
vol. 53, Nº, 205, 1997, pp. 3-31.
[3] En su artículo ya citado,
McDonald afirma que Kurosawa quería acabar Rashomon con la llegada de
una nueva nube de tempestad para avisar que podría haber pronto otra lluvia
(con todo lo que hemos visto que simboliza). Ahora bien, como que no pudo
filmarla por la meteorología, rodó la escena final como nos ha llegado y
fomentando una interpretación final más optimista de lo que pretendía.
Hemos mencionado el profundo pesimismo y
crítica de Kurosawa sobre prácticamente todos sus personajes y evidentemente no
tenemos ninguna información privilegiada sobre sus intenciones para otra
filmación de la escena final. Pero consideramos que Kurosawa ha mostrado de
sobras su talento e ingenio como para encontrar otra solución a la nube que no
quería llegar, si efectivamente lo hubiera deseado, especialmente para una
escena tan importante como la final. Por tanto tendemos a interpretar (y
creemos que no se puede hacer otra cosa) Rashomon tal y como nos ha
llegado y sin pretender enmendarla o modificarla, especialmente si es a partir
de débiles consideraciones o informaciones no plenamente confirmadas.
Además, dada la profundidad del “efecto
Rashomon” y la descalificación que había sufrido el leñador, nos parece
demoledor y absolutamente nihilista un final (como el que prevé MacDonald) en
que éste se lleva al recién nacido (bajo la mirada complaciente del monje, que
ciertamente ha confiado mucho en él) mientras se congregan en el cielo negros y
amenazadores nubarrones. Si se hubiera filmado así, el mensaje resultante sería
que, al menos en potencia, el leñador era aún más amenazador para el recién
nacido (pero también para la verdad y el bien) que el cínico que le ha robado
de sus únicas pertenencias. Consideramos que ello está muy lejos de la
intención de Kurosawa y, por supuesto, de la película tal como nos ha llegado.
Post a partir del artículo “El 'efecto Rashomon'. Análisis filosófico para el centenario de Akira Kurosawa" by G. Mayos in Convivium. Revista de Filosofía, Barcelona: Universitat Barcelona, núm. 23: 209-233 (2010). També en català a "Rashomon o la veritat múltiple. Cinema i experiències vitals incommensurables" de G. Mayos en Art i filosofia, Barcelona: La Busca, 2011, pp. 195-234.
Véanse los restantes posts:
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