Gonçal Mayos PUBLICATIONS

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Oct 15, 2016

VERDAD, HIELO FRÁGIL Y PENDIENTE RESBALADIZA



Las sociedades premodernas se veían a sí mismas totalmente estables y no solían percibir su lenta pero profunda transformación. Eso ya no sucede en las sociedades modernas que, cada vez más, sufren la tensión de los cambios acelerados y la más radical destrucción creativa


Por eso es lógico, aunque tiene su paradoja, que el movimiento político-social e incluso el término «tradiciona­lismo» surgieran a finales del siglo XVIII y que —su versión más estructurada y beligerante— fuera un fenómeno moderno, en el sentido de una reac­ción antimoderna a los cambios introducidos por la modernidad (Mayos, 2010a: 46ss). Por eso hay una significativa y comprensible angustia en el grito del Carlismo tradicionalista español: ¡así lo hemos encontrado [todo: el mundo, la sociedad, las cosas...], así lo dejaremos!

Aunque muchas veces tengan pulsiones similares, los emprendedores precarios postmodernos tienen que tener muy presente que detenerse —aunque sea solo un momento— es para ellos algo muy peligroso que amenaza «tragarlos» en la obsolescencia. Pues ciertamente el «suelo» de la turboglobalización capitalista cognitiva de hoy no tiene el grosor ni la estabilidad del Carlismo del mundo premoderno.


Aunque parezca muy paradojal, los postmodernos y precarios «náufragos» perdidos en el metafórico «laberinto del desierto» deben actuar como los patinadores en un lago que tiene una capa de hielo muy fina. En tal caso, y como aconsejaba Ralph Waldo Emerson, la mejor estrategia para que el hielo no se rompa bajo nuestros pies es patinar a enorme velocidad. Aún más, lo peor que se puede hacer es detenerse, momento en el cual nues­tro propio peso rompe el hielo y nos traga la fría agua.

En una línea similar y con una metáfora también muy adecuada, Hartmut Rosa (2011: 21s) describe la actual turboglobalización en acelerada des­trucción creativa como una pendiente resbaladiza. Una vez más, se hace la sorprendente y desestructurante experiencia de que —para mantenerse en el mismo sitio y sin caer— es necesario un ímprobo esfuerzo moviendo continuamente y muy rápido piernas y pies. Solo así se genera suficiente fricción como para mantenerse sin resbalar, aunque normalmente sin poder subir o salir de la pendiente resbaladiza.

Así experimentamos nuestro tiempo y sociedad. Tenemos que correr continuamente para permanecer en el mismo sitio y evitando la obsoles­cencia. Tiene razón Rosa (2011: 21s) en que la acelerada destrucción creativa sume el mundo en el más incesante cambio, donde «se vuelve crecientemente más difícil decir qué opciones eventualmente llegarán a ser valiosas». Y ello obliga a que nadie se atreva a dejar pasar o prescindir de oportunidades que pueden ser muy valiosas y —quizás— las únicas que se le presentaran a uno.

Pero tal bulimia fáustica de aprovecharlo o intentarlo todo no se puede sostener a medio y largo plazo. Entonces, cuando cansados o desanima­dos, cesamos en nuestro frenético baile sencillamente la gravedad nos hace resbalar hacia abajo. 

Las metáforas del hielo quebradizo y, sobre todo, de la pendiente resbaladiza describen aspectos significativos de la experiencia huma­na en el capitalismo cognitivo turboglobalizado. Por ejemplo hoy vivimos permanentemente luchando contra la infoxicación o sobrecarga informativa que provoca conocidos síndromes de burnout y de obsoles­cencia cognitiva

Solamente para mantener actualizada nuestra conocimiento profesional y mantenernos a un nivel mínimo de expertez tenemos que destinar mucha energía e ímprobos esfuerzos al reciclaje cognitivo. Pues frente a la avalancha del actual proceso matlhusiano en la información tenemos grandes dificultades para actualizar una adecuada cosmovisión, una eficaz ontología del presente o reciclar permanentemente nuestro conocimiento profesional.

Una última paradoja que queremos destacar: los actuales capitalismo y sociedad «del conocimiento», que prometían ser el reino de la verdad, la luz y la ciencia, se están convirtiendo en un mundo de simulacros, de espectáculo y de las más banales opiniones. 

Como ya apuntaba Dickens en el inicio de Historia de dos ciudades, se superponen angustiosamente los contrarios: luz y tinieblas, saber e ignorancia, escepticismo y creduli­dad, optimismo y pesimismo, verdad y simulacro... La misma potencia casi infinita de nuestro conocimiento en continuo crecimiento provoca su rápida obsolescencia y -por tanto- nuestra angustia. 

La «voluntad de verdad» (Nietzsche) y el sueño de que podremos alcan­zarla parece recibir uno de los golpes más terribles precisamente en la época donde todos nos hemos convertido en cognitariado (Mayos, 2013c). En el capitalismo cognitivo donde la tecnología y el saber es con mucho el factor más productivo, donde cada uno vale exactamente lo que vale su cognición y lo que sepa hacer con la infinita información disponible, y donde ésta tiene un coste marginal que tiende a cero (Rifkin, 2014), la verdad parece amenazada nihilistamente.

Ciertamente el coste marginal (de añadir una unidad más) de la circula­ción y reproductibilidad de la información es cada vez menor hasta tender a nulo. Ahora bien, precisamente por las dificultades patológicas que intro­duce ese malthusianismo informativo, aumentan muchísimo los costes de interpretar y sintetizar ese caos informativo en un conocimiento y cultura que sustenten la civilización y la verdad en lugar de ridiculizarlas.

La actual inestabilidad es consecuencia de la aceleración creciente (Rosa, 2013) y de una destrucción creativa que tiende a la instantanei­dad. Provoca indefectiblemente cansancio, claudicación, obsolescencia y burnout en la búsqueda y determinación de la verdad. También desapa­recen o se vuelven líquidas (Bauman) las coordenadas axiológicas, hasta bloquear todo criterio y crítica en los individuos. Se vuelve así imposible hallar ningún «punto fijo» que, como apuntó Arquímedes, es condición de posibilidad de cualquier movimiento y acción efectiva. Un nihilismo, como anunciaba Nietzsche, se cierne sobre —precisamente— «la sociedad del conocimiento».

Así como para ver se necesita el punto ciego de la retina (que no puede verse a sí misma precisamente en tanto ve), también es preciso tener algún «punto fijo» o incuestionado para llevar a cabo cualquier crítica o evaluación reflexiva que permita discriminar algo dentro del caos inmedia­tista que todo lo mezcla y difumina.

Como apunta Baudrillard (1981), ello nos lleva a un desierto «hiperreal» de simulacros donde tenemos inevitablemente que renunciar al ideal o patrón de verdad, pues los costes por determinarla son enormes. En tales casos, el simulacro (que en sí mismo no miente, pues es una «realidad» que se presenta a sí misma como falsa o —al menos— relativa) sustituye toda pretensión de verdad-credibilidad. Pero en la «sociedad del simulacro» de Baudrillard (Mayos, 2010b) ya solo queda constatar flashes, presencias, visibilidades, «intercambios simbólicos» o hegemonías culturales. Pues lo realmente importante en los actos comunicativos son los efectos perlocu­tivos y performativos, sustituyendo a toda intención ilocutiva de verdad.

Actualmente dirimir la verdad o la carga de información correcta tiene enormes costes bajo la avalancha informativa actual. Incluso, manifiesta pocas posibilidades de conducir a una conclusión que no sea también disputable y disputada. Por eso, los esfuerzos cognitivos y comunicativos se centran en hacer cosas con palabras (Austin, 1982), transformando la realidad e influyendo en la gente, convenciéndola, seduciéndola, «reen­cantándola» (Weber) y sometiéndola al «espectáculo» (Debord).

El objetivo y modelo últimos a los que tienden cada vez más los actos «comunicativos» son los performativos; es decir: aquellos que ellos mismos crean o imponen su verdad. Es el caso, por ejemplo, de cuando un árbitro señala una infraccion o ensenya una tarjeta de expulsión o cuando un juez dictamina en su tribunal que el «juicio está listo para sentencia». En tales casos, lo comunicado puede ser muy discutible, injusto, erróneo o completamente falso, pero lo que cuenta es que deter­mine o no los acontecimientos y comportamientos de la gente... y por tanto que —en cierto sentido— «funcione como verdad».

Con cruel ironía, hoy las rápidas síntesis de la «Wikipedia» están substituyendo a los complejos  sistemas filosóficos omnicomprensivos a lo Hegel o la sesuda Enciclopedia francesa (que Diderot y D’Alembert presentaban como el conjunto de los conocimientos e ideales de la Ilustración). Significativamente esa útil —pero muy irregular e insegura— enciclopedia se denomina así por el término hawaiano «wiki» que significa «rápido».

Es por ello una clara muestra de la servidumbre temporal de nuestra socie­dad que tiende a planteamientos cínicos del tipo: si hay que escoger entre una verdad a la que hay que dedicar mucho tiempo o un rápido simulacro que —aunque sea susceptible de peligrosos errores— funcione «como si fuera la verdad», será este último el que escogeremos velozmente y sin dudarlo en lugar de la primera.

Significativamente, sería la cara contraria de la famosa elección planteada por Lessing: si Dios me ofrece en una mano la verdad y en otra el camino para llegar a ella, escogería la segunda. Pero hoy, la rápida plausibilidad es elegida frente al lento y dificultoso camino hacia la verdad. El simulacro suplanta y «difiere» (Derrida) a la verdad, incluso aún cuando no sea des­cartable poder determinarla rigurosamente.

Frente a la moderna infinita ambición fáustica, hoy parece imponerse la depresión o el cinismo que sustituye la difícil verdad por su espectacular y efímero simulacro. Ehrenberg (2000) y muchos otros vinculan el enorme incremento en la sociedad actual de las depresiones a la imposibilidad de responder permanente e individualmente a los abrumadores retos de hiperproductividad, consumo, hedonismo, éxito e incansable autoexpre­sión.

Pues en las efímeras y cambiantes sociedades líquidas (Bauman), han desaparecido las instituciones comunitarias tradicionales que guiaban al individuo (muchas veces tiránicamente) y, por tanto, este queda bajo su exclusiva cuenta y riesgo, de tal manera que la abrumadora responsabili­dad fácilmente se metamorfosea en patológicas culpabilidad y depresión

Nadie —especialmente ningún individuo aislado— puede pretender vencer en todo momento a los retos de un mundo y una vida siempre cambiantes. Ahora bien, en tal situación nadie puede escapar de la sensación de que uno se ha quedado solo con su responsabilidad, de que es totalmente responsable de sí mismo y de lo que le pueda pasar. Entonces incluso la explotación sufrida acaba siendo interiorizada como autoexplotación, autoderrota, desfondamiento interior y burnout.
 

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