Las sociedades premodernas se
veían a sí mismas totalmente estables y no solían percibir su lenta pero profunda
transformación. Eso ya no sucede en las sociedades modernas que, cada vez más,
sufren la tensión de los cambios acelerados y la más radical destrucción
creativa.
Por eso es lógico, aunque tiene su paradoja, que el movimiento político-social e incluso el término «tradicionalismo» surgieran a finales del siglo XVIII y que —su versión más estructurada y beligerante— fuera un fenómeno moderno, en el sentido de una reacción antimoderna a los cambios introducidos por la modernidad (Mayos, 2010a: 46ss). Por eso hay una significativa y comprensible angustia en el grito del Carlismo tradicionalista español: ¡así lo hemos encontrado [todo: el mundo, la sociedad, las cosas...], así lo dejaremos!
Por eso es lógico, aunque tiene su paradoja, que el movimiento político-social e incluso el término «tradicionalismo» surgieran a finales del siglo XVIII y que —su versión más estructurada y beligerante— fuera un fenómeno moderno, en el sentido de una reacción antimoderna a los cambios introducidos por la modernidad (Mayos, 2010a: 46ss). Por eso hay una significativa y comprensible angustia en el grito del Carlismo tradicionalista español: ¡así lo hemos encontrado [todo: el mundo, la sociedad, las cosas...], así lo dejaremos!
Aunque muchas veces tengan pulsiones similares,
los emprendedores precarios postmodernos tienen que tener muy presente que
detenerse —aunque sea solo un momento— es para ellos algo muy peligroso que
amenaza «tragarlos» en la obsolescencia. Pues ciertamente el «suelo» de la
turboglobalización capitalista cognitiva de hoy no tiene el grosor ni la
estabilidad del Carlismo del mundo premoderno.
Aunque parezca muy paradojal, los postmodernos
y precarios «náufragos» perdidos en el metafórico «laberinto del desierto»
deben actuar como los patinadores en un lago que tiene una capa de hielo muy
fina. En tal caso, y como aconsejaba Ralph Waldo Emerson, la mejor estrategia
para que el hielo no se rompa bajo nuestros pies es patinar a enorme velocidad.
Aún más, lo peor que se puede hacer es detenerse, momento en el cual nuestro
propio peso rompe el hielo y nos traga la fría agua.
En una línea similar y con una metáfora también muy adecuada, Hartmut Rosa (2011: 21s) describe la actual turboglobalización en acelerada destrucción creativa como una pendiente resbaladiza. Una vez más, se hace la sorprendente y desestructurante experiencia de que —para mantenerse en el mismo sitio y sin caer— es necesario un ímprobo esfuerzo moviendo continuamente y muy rápido piernas y pies. Solo así se genera suficiente fricción como para mantenerse sin resbalar, aunque normalmente sin poder subir o salir de la pendiente resbaladiza.
Así experimentamos nuestro tiempo y
sociedad. Tenemos que correr continuamente para permanecer en el mismo sitio y
evitando la obsolescencia. Tiene razón Rosa (2011: 21s) en que la acelerada
destrucción creativa sume el mundo en el más incesante cambio, donde «se vuelve
crecientemente más difícil decir qué opciones eventualmente llegarán a ser
valiosas». Y ello obliga a que nadie se atreva a dejar pasar o prescindir de
oportunidades que pueden ser muy valiosas y —quizás— las únicas que se le
presentaran a uno.
Pero tal bulimia fáustica de aprovecharlo o
intentarlo todo no se puede sostener a medio y largo plazo. Entonces, cuando
cansados o desanimados, cesamos en nuestro frenético baile sencillamente la
gravedad nos hace resbalar hacia abajo.
Las metáforas del hielo quebradizo y, sobre todo, de la pendiente resbaladiza describen aspectos
significativos de la experiencia humana en el capitalismo cognitivo
turboglobalizado. Por ejemplo hoy vivimos permanentemente luchando
contra la infoxicación o sobrecarga informativa que provoca conocidos síndromes
de burnout y de obsolescencia cognitiva.
Solamente para mantener actualizada nuestra conocimiento profesional y mantenernos a un nivel mínimo de expertez tenemos que destinar mucha energía e ímprobos esfuerzos al reciclaje cognitivo. Pues frente a la avalancha del actual proceso matlhusiano en la información tenemos grandes dificultades para actualizar una adecuada cosmovisión, una eficaz ontología del presente o reciclar permanentemente nuestro conocimiento profesional.
Solamente para mantener actualizada nuestra conocimiento profesional y mantenernos a un nivel mínimo de expertez tenemos que destinar mucha energía e ímprobos esfuerzos al reciclaje cognitivo. Pues frente a la avalancha del actual proceso matlhusiano en la información tenemos grandes dificultades para actualizar una adecuada cosmovisión, una eficaz ontología del presente o reciclar permanentemente nuestro conocimiento profesional.
Una última paradoja que queremos destacar: los
actuales capitalismo y sociedad «del conocimiento», que prometían ser el reino
de la verdad, la luz y la ciencia, se están convirtiendo en un mundo de
simulacros, de espectáculo y de las más banales opiniones.
Como ya apuntaba Dickens en el inicio de Historia de dos ciudades, se superponen angustiosamente los contrarios: luz y tinieblas, saber e ignorancia, escepticismo y credulidad, optimismo y pesimismo, verdad y simulacro... La misma potencia casi infinita de nuestro conocimiento en continuo crecimiento provoca su rápida obsolescencia y -por tanto- nuestra angustia.
Como ya apuntaba Dickens en el inicio de Historia de dos ciudades, se superponen angustiosamente los contrarios: luz y tinieblas, saber e ignorancia, escepticismo y credulidad, optimismo y pesimismo, verdad y simulacro... La misma potencia casi infinita de nuestro conocimiento en continuo crecimiento provoca su rápida obsolescencia y -por tanto- nuestra angustia.
La «voluntad de verdad» (Nietzsche) y el sueño
de que podremos alcanzarla parece recibir uno de los golpes más terribles
precisamente en la época donde todos nos hemos convertido en cognitariado
(Mayos, 2013c). En el capitalismo cognitivo donde la tecnología y el saber es
con mucho el factor más productivo, donde cada uno vale exactamente lo que vale
su cognición y lo que sepa hacer con la infinita información disponible, y
donde ésta tiene un coste marginal que tiende a cero (Rifkin, 2014), la verdad
parece amenazada nihilistamente.
Ciertamente el coste marginal (de añadir una
unidad más) de la circulación y reproductibilidad de la información es cada
vez menor hasta tender a nulo. Ahora bien, precisamente por las dificultades
patológicas que introduce ese malthusianismo informativo, aumentan muchísimo
los costes de interpretar y sintetizar ese caos informativo en un conocimiento
y cultura que sustenten la civilización y la verdad en lugar de ridiculizarlas.
La actual inestabilidad es consecuencia de la
aceleración creciente (Rosa, 2013) y de una destrucción creativa que tiende a
la instantaneidad. Provoca indefectiblemente cansancio, claudicación,
obsolescencia y burnout en la búsqueda y determinación de la verdad.
También desaparecen o se vuelven líquidas (Bauman) las coordenadas
axiológicas, hasta bloquear todo criterio y crítica en los individuos. Se
vuelve así imposible hallar ningún «punto fijo» que, como apuntó Arquímedes, es
condición de posibilidad de cualquier movimiento y acción efectiva. Un
nihilismo, como anunciaba Nietzsche, se cierne sobre —precisamente— «la
sociedad del conocimiento».
Así como para ver se necesita el punto ciego de
la retina (que no puede verse a sí misma precisamente en tanto ve), también es
preciso tener algún «punto fijo» o incuestionado para llevar a cabo cualquier
crítica o evaluación reflexiva que permita discriminar algo dentro del caos
inmediatista que todo lo mezcla y difumina.
Como apunta Baudrillard (1981), ello nos lleva
a un desierto «hiperreal» de simulacros donde tenemos inevitablemente que
renunciar al ideal o patrón de verdad, pues los costes por determinarla son
enormes. En tales casos, el simulacro (que en sí mismo no miente, pues es una
«realidad» que se presenta a sí misma como falsa o —al menos— relativa)
sustituye toda pretensión de verdad-credibilidad. Pero en la «sociedad del
simulacro» de Baudrillard (Mayos, 2010b) ya solo queda constatar flashes,
presencias, visibilidades, «intercambios simbólicos» o hegemonías culturales.
Pues lo realmente importante en los actos comunicativos son los efectos perlocutivos
y performativos, sustituyendo a toda intención ilocutiva de verdad.
Actualmente dirimir la verdad o la carga de
información correcta tiene enormes costes bajo la avalancha informativa actual.
Incluso, manifiesta pocas posibilidades de conducir a una conclusión que no sea
también disputable y disputada. Por eso, los esfuerzos cognitivos y
comunicativos se centran en hacer cosas con palabras (Austin, 1982),
transformando la realidad e influyendo en la gente, convenciéndola,
seduciéndola, «reencantándola» (Weber) y sometiéndola al «espectáculo»
(Debord).
El objetivo y modelo últimos a los que tienden
cada vez más los actos «comunicativos» son los performativos; es decir:
aquellos que ellos mismos crean o imponen su verdad. Es el caso, por ejemplo,
de cuando un árbitro señala una infraccion o ensenya una tarjeta de expulsión o cuando un juez dictamina en su tribunal que el
«juicio está listo para sentencia». En tales casos, lo comunicado puede ser muy
discutible, injusto, erróneo o completamente falso, pero lo que cuenta es que
determine o no los acontecimientos y comportamientos de la gente... y por
tanto que —en cierto sentido— «funcione como verdad».
Con cruel ironía, hoy las rápidas síntesis de la «Wikipedia» están substituyendo a los
complejos sistemas filosóficos omnicomprensivos a lo
Hegel o la sesuda Enciclopedia francesa (que Diderot y D’Alembert
presentaban como el conjunto de los conocimientos e ideales de la Ilustración). Significativamente esa útil —pero
muy irregular e insegura— enciclopedia se denomina así por el término hawaiano
«wiki» que significa «rápido».
Es por ello una clara muestra de la servidumbre
temporal de nuestra sociedad que tiende a planteamientos cínicos del tipo: si
hay que escoger entre una verdad a la que hay que dedicar mucho tiempo o un
rápido simulacro que —aunque sea susceptible de peligrosos errores— funcione
«como si fuera la verdad», será este último el que escogeremos velozmente y sin
dudarlo en lugar de la primera.
Significativamente, sería la cara contraria de
la famosa elección planteada por Lessing: si Dios me ofrece en una mano la
verdad y en otra el camino para llegar a ella, escogería la segunda. Pero hoy,
la rápida plausibilidad es elegida frente al lento y dificultoso camino hacia
la verdad. El simulacro suplanta y «difiere» (Derrida) a la verdad, incluso aún
cuando no sea descartable poder determinarla rigurosamente.
Frente a la moderna infinita ambición fáustica,
hoy parece imponerse la depresión o el cinismo que sustituye la difícil verdad
por su espectacular y efímero simulacro. Ehrenberg (2000) y muchos otros
vinculan el enorme incremento en la sociedad actual de las depresiones a la
imposibilidad de responder permanente e individualmente a los abrumadores retos
de hiperproductividad, consumo, hedonismo, éxito e incansable autoexpresión.
Pues en las efímeras y cambiantes sociedades
líquidas (Bauman), han desaparecido las instituciones comunitarias tradicionales
que guiaban al individuo (muchas veces tiránicamente) y, por tanto, este queda
bajo su exclusiva cuenta y riesgo, de tal manera que la abrumadora responsabilidad
fácilmente se metamorfosea en patológicas culpabilidad y depresión.
Nadie —especialmente ningún individuo aislado— puede pretender vencer en todo momento a los retos de un mundo y una vida siempre cambiantes. Ahora bien, en tal situación nadie puede escapar de la sensación de que uno se ha quedado solo con su responsabilidad, de que es totalmente responsable de sí mismo y de lo que le pueda pasar. Entonces incluso la explotación sufrida acaba siendo interiorizada como autoexplotación, autoderrota, desfondamiento interior y burnout.
Nadie —especialmente ningún individuo aislado— puede pretender vencer en todo momento a los retos de un mundo y una vida siempre cambiantes. Ahora bien, en tal situación nadie puede escapar de la sensación de que uno se ha quedado solo con su responsabilidad, de que es totalmente responsable de sí mismo y de lo que le pueda pasar. Entonces incluso la explotación sufrida acaba siendo interiorizada como autoexplotación, autoderrota, desfondamiento interior y burnout.
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