La rica paradoja creativa del clásico es que no solo
tiene la enorme virtud de decirse con una claridad, precisión y transparencia
sumas. Además de expresarse a sí mismo con perfección yendo más allá de las
capacidades de los comunes mortales, consigue expresar también el sentir de los
distintos lectores que lo interpelan. El clásico consigue el milagro de decirnos
tanto si es a partir de una lectura pormenorizada, como si se trata simplemente
de esas referencias circunstanciales que nos acompañan a lo largo de nuestras
vidas y que nos permiten ir entendiendo el mundo y a nosotros mismos.
Paradojalmente, el
clásico se dice con precisión y nos dice con intuición, como si siempre se
nos anticipara, como si nos conociera de antes de que naciéramos, como si fuera
nuestro compañero más íntimo… Como si todo lo hubiera experimentado ya y lo
narrara de forma tal que cada uno encontrara en él su propia, personal y
específica experiencia. El clásico es a la vez el verdadero "aleph" de Jorge Luis
Borges y el mejor antídoto para los peligrosos efectos de éste. Pues por una
parte nos presenta el mundo entero y todas las experiencias, pero por otra
parte nos ayuda a decirlo y a decirnos con la síntesis cosmovisional que todo
clásico presenta.
Tal naturaleza proteica, mágica e incluso paradójica del clásico nace –seguramente- de que toca y expresa lo más profundo y constante de la condición humana. Pero nosotros evitamos hablar de naturaleza y preferimos usar el término condición cuando nos referimos a la humanidad porque su ser es cultural e histórico. No es algo fijo ni terminado por siempre, sino un quehacer abierto, siempre en devenir y siempre inconcluso (Ortega, Heidegger).
Todavía no sabemos todo lo que puede llegar a ser la humanidad y los clásicos nos ayudan decisivamente en esa búsqueda infinita de autoconocimiento.
También podría ser que, en gran medida y de forma
arto misteriosa, fueran los clásicos los que nos van creando con todos los
matices a medida que vamos interactuando con ellos. Ya sea un aforismo
escuchado al azar, ya sea una breve pero luminosa referencia en un aula, ya sea
la más completa lectura sistemática a lo largo de toda una vida en busca de
“su” última y definitiva interpretación.
De las más diversas maneras, con
contactos inconscientes y azarosos, o de forma sistemática y académicamente
buscada, los clásicos
nos van ayudando a configurarnos, automodelarnos, crearnos, a expresarnos y
autodecirnos. Incluso nos van configurando, modelando, creando, expresando, diciendo…
Viviendo en nosotros, no solo ellos reviven sino que
–a la vez- revitalizan profundamente nuestro existir, haciendo que este
transcienda el mero estar o dejarse vivir, para alcanzar toda la profundidad a
que parece destinada la condición humana y que anhelamos personalmente con una
sed que solo ellos apaciguan.
Hoy ponemos como ejemplo de clásico a Hegel.
Podríamos hacerlo en muchos aspectos, por ejemplo y sin pretender ser
exhaustivos:
- como aspiración a un conocimiento sistemático,
racional, totalizador y panlógico del mundo y la historia,
- También es el clásico que (incluso yendo más allá de Shakespeare) profundiza en la condición conflictiva de la humanidad, inevitablemente vinculada con el polemos heracliteano y con el panagonismo,
- Hegel es además el formulador de la más potente dialéctica capaz de usar y partir de la negatividad, de la alienación, de lo empírico, de la existencia parcial y concreta, de lo natural o del espíritu que no se sabe como tal, de lo que es meramente un para sí parcial y particular… o también –en su caso- de la abstracción inconcreta, del concepto sin mediación, de la universalidad indiferenciada, de la unidad sin desarrollo interno, de un en sí que no se sabe en y para sí, de una afirmación todavía sin negación, ni mediación, ni reconciliación consigo misma y con su otreidad. Y no solo eso, además es capaz de transitarlos, incorporarlos, superarlos, sublimarlos y subsumirlos (pues todo eso significa "aufheben") en una nueva dialéctica totalizante.
- Hegel es además el formulador de la más potente dialéctica capaz de usar y partir de la negatividad, de la alienación, de lo empírico, de la existencia parcial y concreta, de lo natural o del espíritu que no se sabe como tal, de lo que es meramente un para sí parcial y particular… o también –en su caso- de la abstracción inconcreta, del concepto sin mediación, de la universalidad indiferenciada, de la unidad sin desarrollo interno, de un en sí que no se sabe en y para sí, de una afirmación todavía sin negación, ni mediación, ni reconciliación consigo misma y con su otreidad. Y no solo eso, además es capaz de transitarlos, incorporarlos, superarlos, sublimarlos y subsumirlos (pues todo eso significa "aufheben") en una nueva dialéctica totalizante.
- Hegel también representa la culminación de la
larguísima y complejísima trayectoria metafísica (Heidegger), apolínea
(Nietzsche), idealisto-conceptual (Marx), racionalizadora de lo no plenamente
racional, del “arco iris de los conceptos puros” (Arendt)…
- Pero también es capaz de atender a lo concreto en
su dialéctico darse fenomenológico (antes y más allá de Husserl), Etc. Etc.
No olvidamos todo ello, pero hoy queremos revindicar la potentísima naturaleza de clásico de Hegel por lo que respecta a que fue y sigue siendo el gran descubridor de la necesidad del reconocimiento. Pues Hegel es todavía hoy el filósofo por antonomasia del reconocimiento, cuando precisamente nuestra era se ha vuelto consciente de la constante necesidad que el conocer se valide con el reconocerse y ser reconocido por los otros.
Pues
–definitivamente- sabemos que no basta con ser sino que hay que autoconocerse
siéndolo –reconociéndose en el propio ser-, para serlo verdadera y efectivamente.
Sin autoconocimiento y sin reconocerse en el propio ser, la dialéctica no ha
culminado y se está en un existir fallido, parcial o inefectivo.
Quizás la deuda más profunda de Foucault con Hegel
es entender en toda su profundidad hasta qué punto el saber es inseparable del
poder y el poder del saber. También como toda subjetivación y existir (ya sean
disidentes o instalados) dependen de la inseparable coimplicación de poder y
saber. Toda acción y todo saber efectivos ¡e incluso toda posibilidad de decirse
y situarse! precisan del propio reconocimiento que parte de la circunstancia
que sitúa, tanto al yo como a la colectividad, en un mundo que –en caso
contrario- permanecería ajeno y al que no podríamos descubrir dialécticamente
como propio.
Y llegados aquí hay que insistir que los clásicos
tienen la paradojal virtud de formar parte –casi diríamos que necesaria- de ese
autodescubrimiento y reconocimiento. ¡Pero más que para unos sí y para otros
no, el clásico consigue decirse y decir a todos los que lo interpelan,
superando la diferencia geográfica e histórica, de tiempo y espacio, incluso de
cultura y lengua, mediando entre el interpelante y el interpelado. El clásico
siempre consigue interpelar y mostrar la relevancia de ser interpelado.
Y Hegel es el gran clásico del reconocimiento.
Anticipa y prefigura nuestra era del reconocimiento. Podemos considerarla así tanto
o más que la era postmoderna (Lyotard) o la era de las catástrofes (Hobsbawm); de
la modernidad líquida (Bauman), reflexiva (Lash, Giddens, Beck) o
ultraacelerada (Harmut Rosa); de la era de los simulacros (Baudrillard), de la
crisis de los valores o del cinismo-quinismo (Sloterjikt); de la sociedad del
conocimiento, de las Tecnologías de la Información y la Comunicación, de la
ignorancia, del riesgo (Beck), del ocio (Dumazedier), del hiperconsumo
(Lipovetsky), del espectáculo (Debord), etc.
Así inicié mi conferencia mostrando como el clásico Hegel consigue
decirse, decirnos y que nos conozcamos en la era del reconocimiento. Fue en la Universidad Iberoamericana de Ciudad de México el 24 de agosto del 2017, Auditorio Ángel Palerm Vich. Agradezco especialmente la organización y amable acogimiento del Director del Departamento de Filosofía Dr. Pablo Lazo Briones, de la coordinadora académica la Dra. Paula Arizmendi y de los profesores doctores Ángel Álvarez, Carlos Mendiola Mejía y Francisco Castro.
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