Sin la distinción naturalizada entre lo verdadero y lo falso, lo logrado y lo malogrado, lo noble y lo plebeyo… el Kitsch aparecía como una estética expresivista frente a otras, sin ningún vicio de nacimiento, sin su destino malvado escrito en la frente. Se limitaba a ser tan solo un intento de hacer arte y belleza frente a otro, sólo un simulacro frente a otros. Y entonces perversamente cabía preguntarse si, así como el pasado era patrimonio indiscutible del Gran arte, el futuro lo podría ser del plebeyo, sentimental y chabacano Kitsch.
Poco importaba que muchas veces el Kitsch actualizara el ejemplo de los clásicos, para deleite y formación de las nuevas generaciones y -al mismo tiempo- permitiera a éstas tomar libérrimamente su propio y renovado camino. Ciertamente ello era perverso con respecto a los clásicos, pues pervertía su legado. También era perverso con respecto a los futuros clásicos, pues les abría posibilidades perversas, subversivas y profanadoras más allá del legado perenne. Por tanto, el Kitsch era perverso y debía ser humillado (como humillaba a todos) y eliminado (como parecía que pretendía eliminar a los sagrados clásicos).
Entendemos pues que el Kitsch fuera denunciado desde el primer momento no solo como bajo, pobre, feo y desaliñado; sino también como mendaz, perverso y -quizás sobre todo- profanador. Era un atentado a Dios, al ídolo construido por la Alta cultura y el Gran arte, era un atentado a la Tradición, a los ideales y al ‘mundo superior’ (que ya Nietzsche mostraba con cuanto afán había sido construido, escondiendo cuidadosamente la transvaloración que implicaba).
Pues, ciertamente, los objetos Kitsch usan el nombre y majestad del Arte en vano e incluso lo ponen a la venta en forma de dorados y relucientes ídolos con pies en el barro y que legitiman las más aberrantes pasiones en sus adquirentes. El Kitsch crea ídolos y simulacros explícitos que substituyen a los implícitos, a los ‘verdaderos’, a los secretos, a los abscónditos, a los esotéricos, a los que son sólo para iniciados.
Como un Prometeo más estúpido aún que su hermano Epimeteo, el Kitsch entrega perlas a los cerdos e imagina paraísos (muchas veces artificiales). Malvende frívolamente el fuego de los Dioses y la sabiduría de Atenea, a pesar de que sabe la verdad de Sileno y que es imposible la felicidad para la humanidad mortal.
Porque quizás lo Kitsch llevaba a cabo una perversión prometeica del Gran Arte, de la Alta Cultura y de la Civilización Humanista. Pues los aparta del cielo de la teología y los lanza al infierno del mercado. Como Prometeo, el Kitsch roba el poderoso fuego, el talento técnico, el saber hacer, el fraguar una obra bien hecha y la armada sabiduría cultural ¡que eran patrimonio exclusivo de los Dioses!
Pero además los entrega a mercaderes, comerciantes, marchantes y galeristas al por mayor que lo revenden a nuevos ricos, a masas sin pedigrí, a poseedores sin derecho a poseer tales dones divinos… ¡El Kitsch es el Prometeo postmoderno, posterior a la muerte del arte! Y si el neoliberalismo es una sociedad toda ella de mercado, el Kitsch es por definición su arte y toda la sociedad queda contaminada por él. Quizás Guy Debord paradójicamente no llegó a ver en su plenitud la ‘sociedad del espectáculo’ pues su culminación se daría hoy en el neoliberalismo Kitsch.
Con el Kitsch, el gran arte y la alta cultura eran vendidas y poseídas por gente sin la debida formación, sin Bildung. Como obligó el miserable e incompetente Epimeteo a su noble y sacrificado hermano, lo Kitsch roba a los dioses las perlas que lanza a los cerdos.
Consigue que copias, esbozos, rasguños, pinceladas, muñones, pústulas… que -a pesar de todo y todavía podían recordar al Gran Arte y a la Alta Cultura- llegasen a las manos avariciosas de seres sin dote y carentes de cualquier don, pues incluso ¡fueron olvidados por Epimeteo, que es el hermano Kitsch! ¡El ‘hombre Kitsch’ que denuncia Hermann Broch tiene en Epimeteo a su santo patrón!
El estropicio que provocó el Kitsch a partir de la segunda mitad del siglo XIX no lo hubiera podido arreglar ni tan siquiera el poderoso Titán Prometeo. Pero ciertamente fue el hígado del Kitsch quien sufrirá la venganza de Zeus, de la pretensiosa alta cultura y de la estupidez de los críticos (como el inclemente Clement Greenberg). Ahora bien, el Kitsch fue superando su complejo inicial y la asimilación con lo meramente chabacano y ridículo, profundizando en su actitud desinhibida, juguetona y profanadora. Así acompañó jocosamente a la larga serie de revoluciones sobre otras revoluciones que caracteriza a las vanguardias para, al final, salir triunfante con las ‘Brillo Box’ de Andy Warhol (véase Arthur Danto) y con el Pop Art.
Así, la comedia del Kitsch se superpone a la tragedia de la muerte del arte, el cual -como apuntó Hegel- pierde su necesaria ancla en la religión, imprescindible para arrastrar lo sensible, sensual, material y corruptible a lo absoluto, eterno, divino e imperecedero. El Arte ha muerto y con él la Tradición, la Civilización, la Cultura y el Humanismo. Lo humano se ha profanado a sí mismo por unas monedas, una inmerecida y momentánea fama, una visibilidad mediática, unos likes…
La Gran cultura, el Gran arte y la Civilización se ven substituidos por su degradación, su parodia y su más ostentosa profanación: el Kitsch. Incluso se intuye una degradación que pasa de la bohemia artística, los snobs y dandis, el nihilismo ruso o DADA al surrealismo, al situacionismo, al Pop Art… incluyendo también lo camp (Susan Sontag), lo cute (Simon May), lo Punk (Greil Markus), lo Tramp, lo Trash…
¿Es eso una degradación o la única posibilidad de supervivencia donde los hijos profanados y profanadores de lo Kitsch se encumbran y encubran a sí mismos? ¿Son culpables de lucir y ser ostentados, mostrados, retrasmitidos por los mass media y vendidos en museos, galerías… e incluso en templos o iglesias donde Jesucristo hubo de desatar su justa ira? Todo ello en una sucesión sin fin ni origen, sin dirección ni meta, sin telos ni sentido, sin honor ni gloria… quizás tan sólo fama democrática pero que inevitablemente dura mucho menos de 15 minutos.
El Kitsch es una triple perversión de los Dioses, de los clásicos, de los impotentes humanos y de sí mismo. Pues -una vez realizado su acto impío- este se normaliza, pierde su fuerza subversiva y exige un nuevo salto mortal, el sádico ‘todavía un esfuerzo más, franceses, si queréis ser revolucionarios’. Si el arte no se sacraliza, si no se ennoblece a posteriori, si no entra en la seducción legitimadora de la alta cultura… sólo le queda el “Citius, altius, fortius” de las olimpíadas… y de las vanguardias.
Sólo queda una profanación infinita. Y quizás un breve lapsus de sacralidad, un instante de lucidez, un quantum de libertad, un fotón de magia, la celebración de casi nada, la maravilla de celebrar… todavía.
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