Llego un lunes frío y lluvioso a Lisboa. La compañía aérea me ha extraviado la maleta. He faltado a una cita por el desagradable ceremonial de ir adquiriendo cara de tonto a medida que confirmas que OTRA VEZ te han perdido la maleta y por la posterior reclamación.
Sin el equipaje no tomo el taxi que me pide el cuerpo y subo al bus. Hace frío y caen algunas gotas, mientras yo voy con sandalias y camisa de manga corta. Constituyen mi “uniforme de viaje” pues las primeras son muy cómodas y la segunda es muy resistente y tiene muchos bolsillos para el pasaporte, tarjeta de embarque, cepillo de dientes, bolígrafo, agenda, antifaz para dormir… Es el kit del viajero que soy, al que hay que añadir mi disfuncional y pesado portátil.
Lisboa parece reírse de mí, que llevo más de 28 horas entre vuelos y tránsitos en un demencial trayecto Porto Alegre, Río de Janeiro, Roma y Lisboa.