¡Qué
atrevimiento y qué provocación constituye querer ser auténtico! ¡En qué barbaridad
y en qué tortura puede convertirse: el tener que ser auténtico… siempre! Por
otra parte ¿la autenticidad se ha convertido en un hiperbien? ¿Sería ello una
bendición o más bien un tormento?
Hace
unas pocas décadas, las pretensiones de autenticidad eran algo ridículo y snob.
¡Aún más, eran sobre todo un lujo que sólo los muy ricos y los privilegiados
podían permitirse! Para todos los demás, ser “auténtico” solía ser el camino
más rápido para la perdición y para que sobre uno cayeran los peores males,
represiones y vilipendios de la sociedad.
En tal
caso y con sospechosa unanimidad, la sociedad establecida reaccionaba con
violencia y menosprecio a toda autenticidad y –por supuesto- en contra el pretendido
individuo “auténtico”. “¡Cómo se atreve!” venían a exclamarse los bien
pensantes y los que permanecían obedientemente en “su sitio”.
En
cambio -hay que reconocerlo-, actualmente y por estos pagos post-post-modernos,
suele ser bien visto aparentar un cierto nivel de autenticidad. Evidentemente las
cosas solo han cambiado de verdad, para aquel que sabe negociar “su
autenticidad” sin chocar demasiado con el establishment.
Pues
entonces la gente lo mira con arrobamiento y exclaman con adoración: ¡es un
artista, un genio, un espíritu libre! “¡Un alma bella –como dijo Hegel-!” cita con
gran contento el aprendiz de filósofo, sin saber el sarcasmo y cruel ironía con
que Hegel trata esa figura de la conciencia.