Gonçal Mayos PUBLICATIONS

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Dec 24, 2018

¿ÉTICA SUPERA EL ‘EFECTO RASHOMON’?


Para abrir una esperanzada brecha a la verdad (y también como veremos al bien), Kurosawa introduce al final de su película Rashomon un elemento sorprendente y totalmente nuevo. Justo cuando el cínico parece haber enunciado la única verdad posible (no hay posibilidad alguna de determinar apodícticamente ninguna verdad que supere el “efecto Rashomon”)..., se oye el llanto de un recién nacido.
 

O bien éste había sido abandonado antes y ahora se ha despertado, o bien alguien ha aprovechado la lluvia para abandonarlo en el templo-puerta. Como hemos dicho, mostrando su talante moral, el cínico desarrapado despoja el niño de las pocas ropas y del amuleto que lleva. Indignado, el leñador le afea su “egoísta”[1] actitud, pero éste se revuelve: “¿qué te importa lo que haga?”, “no llegaré a ninguna parte poniéndome en su lugar”, “¿por qué no puedo ser egoísta? Hoy en día nadie se preocupa por los demás”, “es difícil sobrevivir si no eres un egoísta”.


Pero, después de una breve vacilación, el leñador insiste: “¡Maldita sea! Todo el mundo sólo piensa en sí mismo” como el samurai, la mujer y el ladrón “e incluso tu mismo”. El cínico responde: “¿cómo te atreves a juzgar a los demás?” y, astutamente, le recuerda que llevándose la daga y mintiendo en la investigación se había mostrado como un ladrón y un egoísta. Pues ¿quien si no se ha llevado la valiosa daga? Proclama. Aturdido ante esta certera acusación y consciente de haber mentido a la justicia, el leñador se queda quieto y el cínico aprovecha para llevar-se las ropas del niño abandonado, quedando éste en manos del monje.
 

De nuevo –y aún más que antes- parece triunfar el cínico, que huye bajo la negra lluvia riéndose burlona y cruelmente. Además su hábil denuncia del robo de la daga por parte del leñador parece haber destruido toda confianza en la bondad de éste, así como el “efecto Rashomon” lo había hecho respecto a la fiabilidad en general de todo testimonio humano de la verdad. Pues, otra vez solos el leñador con el monje que lleva el niño, el primero hace gesto de coger a éste, provocando la reacción airada del monje que le espeta si quiere ahora robar al recién nacido la única camisa que le ha quedado. Ciertamente el ácido de la duda, la desconfianza y el “efecto Rashomon” parece haberse apoderado totalmente del mundo, de la verdad o, al menos, de los congregados bajo la puerta-templo.
 

Pero entonces y como arrepentido de no haber intervenido en los crímenes del bosque, de haber robado la daga y de haber mentido a la justicia, el leñador rechaza que tuviera la intención de robar al recién nacido, sino que más bien piensa en adoptarlo, pues tiene seis hijos y donde comen seis pueden comer siete. El monje parece surgir del embrujo del “efecto Rashomon” pues, por una parte, se ha hecho conciente de que, sólo gracias al leñador, tiene una versión verídica que satisfaga su voluntad de fe-verdad y supere el “efecto Rashomon” (la incompatibilidad, falta de criterio y, por tanto, degradación conjunta de todas las versiones). El monje[2] entiende que sólo el leñador y su acto altruista de adoptar el niño le permiten evitar la muerte de Dios o, al menos, la muerte de su voluntad de fe y su convicción de verdad. Por eso afirma ahora: “Puedo seguir creyendo en los hombres”.  
 

Notemos que (de la manera como dispone la trama Kurosawa) la actitud moral manifestada por el leñador, primero defendiendo el niño abandonado del expolio del cínico ladrón y luego queriendo adoptarlo, refuerza su credibilidad como testimonio. Sólo el leñador parece reunir la aspiración a la verdad con la aspiración al bien; verum y bonum.


Además sólo él –a diferencia del benevolente pero muy pasivo monje- parece ser capaz de una acción válida y ética (una primera resistencia, ciertamente fallida, y la posterior adopción), frente al canallesco expolio del recién nacido por parte del cínico. El lector que pueda sorprenderse de esta deriva de la interpretación y de la trama, debe recordar que ha sido el leñador quien, sutilmente pero con insistencia, había introducido la cuestión ética que los otros interlocutores obvian.
 

Recordemos que el leñador unía a la acusación “todos mienten”, la más puramente ética (si bien en una versión propia de una cultura de la vergüenza[3]): “todos son unos egoístas”. Pues los tres personajes del bosque –al igual que el cínico ladrón- coinciden en vulnerar el comportamiento y código de honor que les corresponde. Recordemos: un samurai derrotado y cobarde que quiere enterrar su vergüenza deshaciéndose de su mujer; ésta que a su manera también intenta hacer lo mismo; y un asesino ladrón que vende una imagen heroica de sí, totalmente falsa.
 

Kurosawa ha conseguido, mediante una muy breve escena, que brillara diáfanamente la calaña moral del cínico ladrón del recién nacido, frente al leñador atribulado y ciertamente no perfecto, pero que une voluntad de veracidad, voluntad de bien y voluntad de enmienda. También muy rápidamente y aunque pueda sorprender al espectador, en un instante todo ello se hace consciente para el monje y le permite salir del “efecto Rashomon” y –según dice- recuperar la confianza en la humanidad e –implícitamente- en su dios-fe. Como prueba de ello y de su recuperada confianza en la humanidad, encarnada ahora en el leñador y hecha posible únicamente por él, el monje tomará ciertamente una decisión (que a muchos puede parecer arriesgada, pero que Kurosawa destaca claramente): entrega el recién nacido al leñador, agradeciéndole haberle arrancado de la desesperación y del “efecto Rashomon”. “Perdona estoy avergonzado de haber dudado de ti” –dice el monje-.
 

En los últimos planos, el leñador se va con el niño diciendo “Soy yo quien debe avergonzarse... no entiendo que siente mi corazón”. Ciertamente ha cometido muchos errores y –como no pretende ser un gran filósofo- tampoco comprende demasiado bien cómo ha superado el “efecto Rashomon”, cómo ha recuperado –a la vez y conjuntamente- su credibilidad como testimonio de la verdad y su dignidad como agente moral (verum y bonum). Por ello, ante el reiterado agradecimiento del monje simplemente dice: “no he hecho nada” (que podemos interpretar como: no he hecho nada que, alguien “como debe”, no hiciera).


Y se aleja con el recién nacido que acaba de adoptar, con la lluvia ya amainada y saliendo un tímido sol. Mientras, el monje permanece en el templo-puerta, en cuyo dintel –contra la luz del fondo- se perfila su quieta figura. ¿Liberado del “efecto Rashomon” y dispuesto a reconstruir el templo semiderruido de la fe en la verdad, o acaso continua todavía bloqueado por el “efecto”? 

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