Gonçal Mayos PUBLICATIONS

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Jun 9, 2018

PRIVATICIDAD E INTERIORIZACIÓN DE DIOS


La tendencia a interiorizar y recluir totalmente a Dios en el ámbito privado parte de la aceptación del papel psicológico, emotivo e irracional de la vivencia religiosa. Valora la expresión de la religiosidad pero -como teme su impacto en el espacio político público- “previsoramente” quiere eliminar el uso de la religión en la política.

Posiblemente esta dialéctica es impulsada por la violencia de los denominados “conflictos religiosos”, como por ejemplo las guerras “de los Cien Años” y de “los Treinta Años” (Mayos, 2006). Propugna la radical y creciente separación entre el Estado (la política) y la Iglesia (la espiritualidad), considerando que toda expresión de las creencias religiosas por parte de los ciudadanos debe quedar reservada al ámbito de la privacidad y la intimidad.


Por tanto la religiosidad y la relación del hombre con Dios dejan de pensarse como un destino terrenal o una realidad objetiva que se impone a los individuosy pasan a ser vistas como una mera necesidad y actitud subjetivas. Aquí será clave la influencia de Agustín de Hipona que contrapone a la ciudad terrena la divina, que está marcada por el complejo diálogo íntimo entre el hombre y Dios. Piensa a los débiles y mortales humanos como sujetos unidos a Dios por la gracia divina, a pesar del abismal desequilibrio ontológico que los separa. Hay por tanto una mutua llamada entre la humanidad y la divinidad –aunque por distintos motivos-, que abre el más íntimo y profundo de los diálogos. Por eso son de alguna manera agustinianos gran parte de los pensadores modernos que potencian la interiorización y privacidad de la religión, como ya lo fueron por ejemplo Nicolás de Cusa y Lutero.

Oponiéndose a su maestro en física matemática –Descartes- y a la estrategia de racionalizar a Dios, el janseanista Pascal profundizó en las consecuencias existenciales del abismo ontológico entre Dios y el hombre. A pesar de que ontológicamente lo humano es una débil y mortal “caña pensante”, en su más inefable intimidad es testimonio de Dios, del cual depende totalmente y en quien únicamente puede encontrar alegría y consuelo.

Pues, dice Pascal: “nuestra verdadera felicidad consiste en estar con Él y nuestro único mal en estar separados de Él”. Por eso en el famoso Memorial que Pascal llevaba siempre cosido en la levita, se puede leer: “Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos y de los sabios. (…) Olvido del mundo y de todo, excepto Dios. (…) Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido. (…) Me he separado [del mundo] (…) Que yo no esté separado de Él [Dios] eternamente”.

Más allá de las diferencias dogmáticas de sus respectivos cristianismos, es clara la proximidad en la actitud básica ante el difícil pero necesario diálogo entre Dios y el hombre de Pascal, los místicos alemanes y españoles, muchos puritanos ingleses y pietistas alemanes, etc. San Juan de la Cruz es paradigmático cuando proclama: “1. Mi alma está desasida / de toda cosa criada / y sobre sí levantada, / y en sabrosa vida / solo en su Dios arrimada. / Por eso ya se dirá, / la cosa que más estimo, / que mi alma se ve ya / sin arrimo y con arrimo. / 2. Y aunque tinieblas padezco / en esta vida mortal, / no es tan crecido mi mal, / porque, si de luz carezco, / tengo vida celestial; / porque el amor da tal vida, / y cuando más ciego va siendo, / que tiene el alma rendida, / sin luz y a oscuras viviendo.”

Como sabemos, para Pascal la relación propiamente humana con Dios es similar a una apuesta donde -totalmente desde su interioridad- una subjetividad se hace consciente de su dependencia y necesidad de otra subjetividad divina, por abscondita y ontológicamente superior que sea. Ciertamente esto recuerda el “salto abismal” que Kierkegaard identifica con la fe. Ahora bien, el danés piensa todavía más radicalmente la nihilidad de cualquier consideración mundana, por querida que sea. Para él la vida pública, ya sea centrada en la estética o en la ética, ha de ser superada desde una experiencia religiosa profundamente íntima y subjetiva que obliga a sacrificarse y apartarse de cualquier compromiso con el mundo, para volcarse exclusivamente en la vivencia religiosa personal.
La famosa metáfora de Kierkegaard del sacrificio pedido a Abraham apunta más allá del sacrificio del propio hijo. Finalmente se tiene que sacrificar la propia individualidad y toda existencia exterior, en favor de una interioridad y una privacidad tan inefables y radicales como auténticas. Por eso provoca tan terribles "temor y temblor". Por eso Kierkegaard se vio obligado a ser un gran “engañador” o disimulador ante la sociedad mundana, pues su ser verdadero había colapsado de forma absoluta frente a la interioridad que le vinculaba a Dios por su radical interiorización de la fe.

En la línea de Kierkegaard, los existencialistas han pensado la terribilidad e inevitabilidad de la decisión existencial en que necesariamente se ven inmersos los humanos. Ciertamente, muchos consideraron que esa problemática va más allá del hecho religioso, y tendieron a pensarla como una experiencia y vivencia aún más radical y primigenia. Ahora bien, forzando los términos heideggerianos, podemos decir metafóricamente que el primer existenciario -desarrollado y hecho consciente de forma efectiva a lo largo de la historia- ha sido un modo de religiosidad. No en vano, se considera generalizadamente que la primera toma de conciencia de la condición existencial humana se produce en la experiencia religiosa y, por eso, Pascal, los místicos o Kierkegaard nos parecen existencialistas “avant la lettre”.

La experiencia existencial religiosa se ha hecho tan radical que rompe absolutamente con las determinaciones más banales, pragmáticas y situadas de la vida cotidiana. Es el caso por ejemplo de las experiencias de muy baja intensidad de las relaciones contractuales y circunstanciales que dominan en la sociedad mundana. En cambio, la absolutez de la relación Dios-hombre obliga a profundizar en las experiencias más radicales, auténticas, existenciales e inquietantes. Precisamente para obtener su espacio propio, necesitan romper con el mundo y la vida cotidiana, y proyectarse necesariamente en ámbitos íntimos, privados y de profunda subjetividad.

Rilke expresó con bella fuerza poética el choque terrible que resulta de pensar radicalmente el más “mínimo” contacto o diálogo con lo divino. Así, el comienzo de la primera de Las elegías de Duino dice: “¿Quién si yo clamara, me escucharía entre las jerarquías / de los ángeles? y, suponiendo que, repentinamente, uno de ellos / me estrechara contra su corazón: yo sucumbiría ahogado / por su existencia más poderosa.” Y algo más adelante continúa: “Era así cómo permanecían, escuchando. No porque de Dios tú pudieras soportar / si es preciso la voz. No obstante escucha el soplo del espacio, / el mensaje incesante, que está hecho de silencio.”
 
   

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