Gonçal Mayos PUBLICATIONS

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Jun 9, 2018

¿METARELATOS E IDEOLOGÍAS SUSTITUYEN DIOS?



La tercera gran tendencia moderna fue sustituir la religión por ideologías o “grandes relatos legitimadores” capaces también de movilizar las masas. De forma consciente o inconsciente, es un esfuerzo político, filosófico y social que está detrás de, por ejemplo, las modernas filosofías de la historia, la idea de “Progreso” y –especialmente- las grandes ideologías. Por ello, y reaccionando a esa tendencia tan importante en la modernidad, el literato y premio Nobel del 1948, T.S. Eliot, solía proclamar: “Si no quieres tener Dios (y él es un Dios ‘celoso’), tendrás que rendir homenaje a Hitler o Stalin”.

Ya sea como objetivo único o en correlación a las otras grandes estrategias apuntadas, una parte de la modernidad intenta desplazar la religión en favor de otros discursos y prácticas sociales que a veces son pensados ex profeso para sustituirla. Sin duda, el ya mencionado positivismo tenía como objetivo confeso último la eliminación de la religiosidad, por mucho que le reconocieran su papel histórico. Consideran que la plena modernización la hace totalmente superada, ociosa y -paradójicamente- aún más peligrosa y poderosa por su arcaísmo irracional. Por tanto el desencantamiento del mundo y la secularización de la sociedad comportan -como denuncia Nietzsche- que nuevos ídolos más racionales y con superior influjo en las masas sustituyan totalmente la antigua y oscura relación de la humanidad con lo sagrado.
 
Han sido muchos los “grandes relatos” propuestos para sustituir el Dios religioso y se corresponden a distintas versiones de la “muerte de Dios”. Entre esos metarrelatos legitimadores que a menudo funcionan como nuevos ídolos están la Razón, el Progreso, la Ciencia, la Tecnología, la Economía, la Naturaleza, la Humanidad… pero también la Revolución, el Pueblo o la Nación, la Historia, un líder carismático, el Partido… Por eso es bastante clara la raíz escatológica, milenarista y mesiánica que a menudo acaban adoptando estos conceptos, por mucho que se los quiera totalmente seculares.

Ello pasa muy significativamente incluso en conceptos tan abstractos y -aparentemente- menos políticos como el Progreso, la Historia y la Evolución natural. A menudo ocupan el lugar de la Providencia divina y, por ello, Robert Nisbet en su Historia de la idea de progreso exclama admirado que hace falta esperar ni más ni menos que a la segunda mitad del siglo XVIII para que la idea de progreso “por fin se separe de Dios para convertirse en un proceso histórico movido y mantenido por causas puramente naturales”, hasta el punto de que incluso en Darwin todavía hay mezcla de “rudimentos de la fe cristiana”.

Además con frecuencia incluso cuando la idea de Progreso se considera con absoluta independencia de Dios y meramente como un proceso humano, muchos modernos la defienden con una convicción laica comparable con la fe religiosa. Este es el caso paradigmático del filósofo y diputado en la Convención revolucionaria Condorcet. Pues es capaz de escribir el libro que lo ha hecho más famoso, precisamente cuando había caído en desgracia con la derrota de los “girondinos” ante los “jacobinos”, escondido, perseguido y poco antes de ser detenido y guillotinado.
 
Con una enorme fe laica, Condorcet dedica sus últimos momentos a dibujar un idílico esbozo de los imparables progresos de la humanidad, ya que “la naturaleza no ha fijado ningún término al perfeccionamiento de las facultades humanas; que la perfectibilidad del hombre es realmente indefinida, (…) progresos que son independientes de cualquier fuerza que pretenda detenerlos, (…) podrán seguir una marcha más o menos rápida; pero nunca será retrógrada.”

Vemos pues que, efectivamente, el progreso se piensa como una realidad incuestionable, poderosa y que nunca puede ser bloqueada. La Modernidad encuentra ahí un “gran relato” (que diría Lyotard) capaz de ofrecer una especie de trascendencia laica e intramundana donde el futuro lo legitima todo: todos los padecimientos, todos los dolores y todas las esperanzas. Es la garantía final para el hombre del cielo en la tierra, eso sí, sin tener que rendir pleitesía a Dios.
 
Como vemos tiene parte de razón Charles Dickens cuando en el famoso inicio de Historia de dos ciudades ironiza sobre “el mejor de los tiempos y el más detestable de los tiempos; la época dela sabiduría y la época de la bobería, el periodo de la fe y el periodo de la incredulidad, la era de la luz y la era de las tinieblas, la primavera de la vida y el invierno de la desesperación.”
 
Mucho más crudamente agonista en el mecanismo subyacente al progreso de la razón universal, Hegel muestra que la historia se mueve dialécticamente. Detalla como avanza a través de la negatividad, la escisión, la alienación y la pérdida de sí. Afirma que excepto para el filósofo y una vez ‘la coloreada’ experiencia da paso al ‘gris de los conceptos’, el absoluto se haya “perdido” en la inmanencia de la realidad y hay que trabajar esforzadamente para ganar el tercer momento dialéctico de reconciliación y perdón para poder ver su desarrollo a través de los tiempos. La historia y el espíritu universal se mueven para Hegel tan necesariamente a través de la negatividad y de los más sangrantes conflictos, que no tiene ningún inconveniente en afirmar que -suponiendo que existiesen épocas felices, sin conflicto ni dolor- estas serían páginas en blanco en el libro de la historia.

Para Hegel, la historia o el desarrollo del espíritu universal es el “juicio universal” (Weltgericht) de todo el “intramundo”, el cual solo se preocupa por su triunfo y no por la felicidad de sus “portadores” (las personas concretas). Por eso juzgar el devenir histórico desde los sentimientos o las valoraciones personales de la bondad-maldad -considera Hegel- carece de profundidad, rigor y racionalidad histórica.
 
En una dirección similar, también la evolución darwiniana muestra que la idea de progreso moderno puede redefinirse renunciando a presuponer ningún fin “superior” e –incluso- a toda perspectiva teleológica como el aumento de la “complejidad” o la supervivencia del “mejor”. En todo caso, es un proceso sin fin ni meta precisa en el que se imponen simplemente aquellos que se reproducen con más éxito. 
 
Ciertamente Darwin se aparta del teleologismo que todavía ve en Lamark, pero la evolución continúa apareciendo como un proceso que dictamina inapelablemente sobre el ser de todas las especies naturales -la adaptación- y define el único progreso o flecha del tiempo (en los términos del físico Stephen Hawking). Por eso los darwinistas sociales postulan descarnadamente y con cinismo que la mera supervivencia es lo único que importa. Así -como vemos- la evolución y la moderna idea de Progreso acaban sustituyendo a Dios por un mecanismo ciego y sin fin, sin sujeto ni meta (tal como definió Althusser la historia).

Del artículo "De la «muerte de Dios» a la «revancha de Dios»: política, cultura, terrorismo…" de G. Mayos en Clivatge. Estudis i testimonis sobre el conflicte i el canvi socials, núm. 6, 2018, DOI: 10.1344/CLIVATGE2018.6.5, ISSN en línea: 2014-6590. Véanse los post: 

2 comments:

Toni Prat said...

Una classe magistral del què pensaven els nostres avantpassats...

però jo no estic d'acord amb el que pensava Alexandre Deulofeu...

m'agradaria poder tenir informació de les opinions dels pensadors actuals...

(el passat pot ser la "primera pedra" però no defineix la construcció actual... crec...)

(sempre ens podem sorprendre del que va passant...)

Gonçal Mayos Solsona said...

La modernitat secularitzadora o bé substituïa les religions per ideologies, o bé les recloïa en la intimitat, o bé les intentava superar a través d'una fonamentació racional.

La sorpresa posterior als anys 1970 és que les religions tornen a imposar-se políticament a les ideologies (Huntington, Berger...), retornen amb força a l'espai públic (p.e. l'evangelisme, judaisme a Israel o l'islamisme arreu) i depassen tota fonamentació racional (Heidegger, Lyotard, Meillassoux i altres realistes especulatius.

És una radical sorpresa que encara estem intentant comprendre.