Gonçal Mayos PUBLICATIONS

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Jun 9, 2018

METÁFORAS DE LA MUERTE Y LA VENGANZA DE DIOS


Al igual que la “muerte de Dios” popularizada por el filósofo Friedrich Nietzsche es una metáfora sugestiva pero que no ha de tomarse al pie de la letra, también lo es la “revancha de dios”, famosa a partir del libro homónimo del politólogo Gilles Kepel.

De hecho, ambas metáforas tienen más que ver con los humanos que propiamente con la divinidad. Como decía Nietzsche, es la humanidad -en un momento de su desarrollo histórico- la que ha “matado” o ha dejado morir en sí misma la religiosidad y la presencia de Dios. 

Las dos metáforas remiten a complejos procesos sociales de larga duración y no a ningún presunto acontecimiento más o menos puntual. Por ello, tanto en un caso como en otro, es muy difícil destacar a un único “protagonista” o incluso a unos pocos. No obstante, ambas remiten a momentos históricos concretos donde –con cierto escándalo y sorpresa- se tomó consciencia de que, incluso en cosas tan universales y constantes en la humanidad como es el espíritu religioso, se constatan cambios disruptivos muy profundos.

Así, la presencia constante y hegemónica de las religiones, las iglesias, los dogmas y los sacerdotes en la vida social, política y en la mentalidad de la gente se vio amenazada profundamente por procesos que como la modernización “desencantaban” el mundo y la naturaleza. Así, después de siglos de batallas muy violentas, movimientos modernos como por ejemplo los filósofos de la sospecha, el marxismo, el laicismo liberal… parecían lograr el fin de la religión, al menos como elemento público y político de gran impacto. Además, la ideologización de las masas acentuó un ya largo y profundo proceso de secularización, hasta prácticamente expulsar la religión de la política.

Captando ese profundo proceso, Nietzsche acuñó su famosa fórmula de la “muerte de Dios” como explicitación de un “nihilismo europeo” que se larvaba desde hacía siglos. Nietzsche ya veía aparecer el nihilismo (decir no a la vida ahora i aquí) con el fin de la tragedia Ática, con Eurípides, con su maestro Sócrates y con Platón. Incluso el cristianismo colaboraba –decía Nietzsche- con la deriva hacia la “muerte de Dios”. Pues al proclamar Jesucristo que Dios era la verdad y que quien la/lo buscará lo/la encontraría, impulsaba a mucha gente de buena fe hacia descubrir la nihilidad de esa misma fe.


Pues bien, en esa deriva sin duda habían intervenido decisivamente pensadores como Feuerbach, Marx, Darwin… que serán seguidos por Weber, Freud, Durkheim, Heidegger… y precedidos por Maquiavelo, Hobbes, Spinoza, Hume, Voltaire, Kant, Hegel, etc. Ya fuera porque sus ideas eran consecuencia de la creciente secularización de la vida pública y política de las sociedades o porque sus ideas y “labor de zapa” habían colaborado en la secularización social, parecía indiscutible que modernización y laicismo iban juntos y se retroalimentaban.

Una parte de la modernidad más laicista apuesta por un modo de vida integral que se focaliza especialmente en evitar la perspectiva sagrada y religiosa sobre todo en la vida pública y política. Tolera lo religioso en la intimidad y privaticidad pero lo considera inmensamente peligroso cuando va más allá, por eso promueve activamente su retraimiento y lo vigila. Su utopía es un mundo totalmente sin religión, no solo secularizado sino laico y consciente de la necessària vigilancia de todo lo religioso. Por eso el laicismo es un humanismo radical donde no hay lugar para dios ni la religión. Ahora bien, por estar continuamente vigilándolo, en el fondo es dependiente de lo religioso.

Por eso llegó el punto en que, en 1928, sonaba bienintencionada pero “de otro tiempo” admoniciones angustiadas como la de Hans Küng avisando que no habría paz entre las naciones si no había paz entre las religiones. Era el período de entreguerras, en plena emergencia de los fascismos y aún bajo el impacto de la Revolución bolchevique, cuando se estaba preparando el crac económico de 1929, el holocausto nazi, el gulag stalinista y mientras triunfaban los frívolos y “alegres años 20.

Hay que reconocer que, en aquel momento, la sociedad y los políticos parecían más preocupados por la guerra y la paz entre las ideologías que entre las religiones. Estas –incluso- eran interpretadas reductivamente como “parientes” premodernas de las ideologías. Se las veía por ello como menos peligrosas pues se creía periclitado su poder, que había tenido su momento álgido en los grandes conflictos llamados "religiosos" de los siglos XVI y XVII (Mayos “Raó "de ferro" i neohumanisme").

Evidentemente las religiones continuaban presentes en las sociedades y su impacto era todavía muy poderoso, pero los discursos modernos hegemónicos y basados en la "teoría de la secularización" tendían a verlas condenadas a una más o menos lenta desaparición o guetificación. Por eso, no debe extrañar que la consigna de la “muerte de Dios” de alguna manera estuviese en la boca y la mente de todo el mundo. Mayoritariamente, los conflictos del presente, del futuro e incluso del pasado se interpretaban sobre todo en términos de lucha de ideologías (¡que no equivale siempre a “lucha de clases”!). En todo caso se consideraban predominantes los conflictos entorno a los intereses en el eje político-social de más o menos redistribución económica.

El “desencantamiento” del mundo y la secularización de la vida perecían haber abocado finalmente a una clara marginación de la espiritualidad “numinosa” (de “numen”: divinidad y potencia). En cambio predominaban el pragmatismo económico, la razón instrumental y -en todo caso- las ideologías. Por ello y en general cuando Daniel Bell formula en 1960 su famosa tesis del fin de las ideologías, fue interpretada como el triunfo del realismo político y de la instrumentalidad economicista más que como el retorno de la religión al primer plano de la vida política y social.






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