De Polanyi a Pankaj Mishra Age of Anger: A History of the Present
(2017, recientemente traducido), passando por Sennett, se ha destacado el impacto disolvente provocado por la modernización industrial sobre los equilibrios
sociales, psicológicos, culturales y políticos. Pero
todo parece indicar que es mayor aún el impacto que hoy tiene turboglobalización postfordista,
pues “las nuevas mentalidades y actitudes que exige el capitalismo cognitivo
turboglobalizado son mucho más difíciles de desarrollar, incluso, que durante
la durísima industrialización fordista”.
La acelerada “destrucción creativa” en
qué vivimos plantea al conjunto de la población crecientes dificultades de
adaptación. Las nuevas estructuras laborales son muy precarias y además exigen altas
capacidades cognitivas para las cuales parte significativa de la población no
está suficientemente preparada. Estas capas de población son los grandes
perdedoras de la turboglobalización y se sienten inútiles o –lo que es aún
peor- sacrificadas por el sistema. Aunque quizás a veces no acierten en
canalizar su irritación, no es extraño por tanto que terminen dando un voto de
claro castigo para ese sistema que no los respeta y cada vez más prescinde de
ellos.
Tiene razón Lluís Soler (comentario al
post NO
MINIMIZAR EL SUFRIMIENTO Y EMPODERAR PARA HACERLE FRENTE) en que ya en la
primera industrialización se fueron perdiendo “las instituciones que antaño
protegían al individuo o, cuando menos, le proporcionaban dignidad y
sentimiento de pertenencia”. Evidentemente ello provocó una importante
sensación de desamparo que tiene bases objetivas (similar a la actual pérdida de
protecciones efectivas p.e. con el desmontaje del Estado del bienestar) pero
también subjetivas (desarraigo, soledad, falta de reconocimiento, humillación…).
Por tanto no necesariamente cualquier tiempo pasado fue mejor, ni
tampoco más llevadera la industrialización fordista que la actual
postfordista.
Puede ser que entonces mayoritariamente
se menospreciasen esas dificultades porque la gente participaba del entusiasmo por el
“progreso”. Gran parte de la población se fascinó por los grandes logros y ventajas del
desarrollo tecnológico, y mantuvo la esperanza que ese progreso terminaría
eliminando las disfunciones que él mismo generaba. Esa seducción hacía olvidar o
minimizar los sufrimientos que provocaba especialmente en los que no se adaptaban
o lo hacían con grandes heridas psicológicas. Por eso y más allá de honrosas
utopías y críticas filosóficas, no eran tantas las “obras artísticas o teóricas
que visibilizaban y plasmaban las dificultades experimentadas por la gente”. Un
baño optimista generalizado –más allá de minorías muy críticas como los
nihilistas- suavizaba hasta bien entrado el siglo XX la visión hegemónica de
los sufrimientos del “progreso”.
Además se tendía a presuponer que los
malestares respondían a vulnerabilidades intrínsecas, inevitables y naturales
por parte de sectores de la población que de alguna manera así pagaban su
reticencia a la modernización. Incluso los alegres beneficiarios por el “progreso”
no concebían ninguna responsabilidad con respecto a los damnificados, ni
tampoco ninguna necesidad de compensarlos en la medida de lo posible. Pero además
de la falta de solidaridad, podrían estar pasando cosas como en la evacuación
del Titanik, cuando ciertas facilidades extra y reacciones egoístas en favor de
los pasajeros de primera clase, comportaron una vulneración extrema de los pasajeros
de segunda y tercera clase.
También podía colaborar a minimizar
algunos de los profundos malestares que generaba la industrialización, la
capacidad humana de focalizarse resilientemente hacia los imperiosos esfuerzos adaptativos.
Pero parece ser que en muchos casos la gente está llegando hoy en día al límite
de su capacidad de resistencia y superación corajosa de las crecientes
dificultades que plantean los tiempos.
El resultado es un sufrimiento al que
muchas veces no se atiende pero que marca fenómenos sociales de gran amplitud y
desolación, como insiste Pankaj Mishra en la Edad de la ira. Apunta a fenómenos cruentos como el terrorismo o
revueltas violentas destacando que uno de los motores que los anima es la
desesperación ante una modernización difícil de sobrellevar y muy angustiante. Mishra
no obvia las distintas ideologías, partidos o movimientos que dirigen esos conflictos,
pero destaca la importancia que tienen también los malestares subyacentes,
quizás más difusos pero no menos reales y que suelen ser la fuerza que impulsa
a la gente a ideologizarse y radicalizarse.
No hay que menospreciar la energía –quizás
sin control, ni una percepción estratégica de largo alcance- resultante de esos
malestares y resentimientos. Al contrario es de vital importancia calibrar sus
causas y consecuencias, sus matices y distinciones, sus aspectos positivos y
negativos… Pues ciertamente estamos en una época dominada por el
miedo, la irritación y la ira. Y debemos saber convivir con ellos, administrarlos
adecuadamente y reconducirlos.
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