Sin duda era una estrategia poderosa y eficaz, pues atemorizaba a propios y
extraños, pero también desesperaba a la población en general y, sobre todo,
ofrecía una diana muy clara a los enemigos. Además, como han exagerado las
películas clásicas de Hollywood, ello obligaba a los poderosos a personarse en
los espectáculos y rituales penales, a dejarse ver ante las multitudes de las
que normalmente huían e, incluso, a correr riesgos innecesarios y aparentar
seguridades irreales.
Por eso, paradójicamente, en los espectáculos pensados para impresionar con
el pretendido derecho divino a dar muerte, era donde el macropoder resultaba
más expuesto, predecible y vulnerable. En cierta medida, el poder se controlaba
a sí mismo en esos rituales autolegitimadores y, por ese motivo, los
ajusticiamientos con las torturas más crueles solían ir acompañadas de
espectáculos, agasajos a los asistentes en general e, incluso, de medidas de
gracia compensatorias para ganarse su simpatía.
Un caso interesante y paradigmático está en Los Evangelios (Lucas
23: 1-25): ni Pilato ni Herodes desean ejercer su poder de dar muerte sobre
Jesucristo y por eso se remiten entre sí al reo sin llegar a condenarlo. Ahora
bien, la multitud enfervorecida y con los sumos sacerdotes al frente los
presiona incluso al precio de liberar a cambio al famoso ladrón Barrabás. Ya
sabemos que todo ello terminará con el largo, público, cruel y emotivo calvario
de Jesucristo llevando su cruz hasta la muerte.
Sin duda, es un relato clave, inspirador y que activa los revolucionarios
valores cristianos del Nuevo Evangelio: el sacrificio redentor; el sufrimiento
por amor; un Dios que se hace humano, vulnerable, al que se quiere humillar y que
recibe en su propio cuerpo todas las heridas pensables, la piedad que todo ello
inspira… Sin querer ser exhaustivos y obviando la cuestión de verdad histórica
del relato, estamos sin duda ante un claro ejemplo de cómo el ejercicio
exagerado y público del poder puede provocar exactamente lo contrario de lo que
pretendía.
Por tanto, ejemplifica cómo el macropoder tradicional era más débil, vulnerable y expuesto, precisamente su necesidad de legitimarse y sacralizarse ejerciendo pública y arbitrariamente un poder absoluto y sin posible apelación. El continuo esfuerzo del macropoder tradicional para mantener el control sobre sus súbditos a través del pavor le obligaba a un imposible equilibrio entre autocontrolarse, para evitar la rebelión, y la necesidad de mostrarse exageradamente cruel y vengativo.
Con el tiempo, el macropoder tanatológico reconocía su carácter dual y
jánico, a la vez fuerte y débil, cruel y obsequioso, pretendiendo aplicar la
ley y, al mismo tiempo, subvirtiéndola arbitrariamente según las
circunstancias. En ese tipo absolutista y autocrático de poder, la coherencia o
la proporcionalidad de las penas era algo totalmente subordinado a las
circunstancias y las necesidades contradictorias para su mantenimiento: generar
a la vez empatía y pavor, adhesión y miedo, autoridad legítima y venganza
desaforada.
Así se explica por ejemplo la reacción de la monarquía francesa ante el
fallido intento de asesinato de Luis XV por Robert François Damiens. Por una
parte, había un claro esfuerzo monárquico para quitar importancia a la leve
herida sufrida por el rey, pues inevitablemente mostraba la vulnerabilidad del
Poder. Ahora bien, en paralelo, había la necesidad de castigar de la forma más
pública y cruel posible que incluía horas de torturas al rojo vivo, calcinar la
mano asesina del reo, verter en sus heridas plomo derretido y aceite hirviendo,
y finalmente descuartizarlo atado a cuatro caballos. Era sin duda el más
rotundo aviso para futuros rebeldes, pero también una indicación del pavor
vengativo que atemorizaba al propio macropoder.
Actualmente, el poder ha aprendido en general a evitar esa debilitadora imagen de sí mismo: arbitrariamente cruel y que, a la vez, traspira pánico y debilidad. También evita ex-ponerse públicamente de esa forma pues comporta riesgos paradójicos y dialécticas contrafácticas. Usa contradictoriamente mecanismos de autosacralización que, a la vez, muestran su debilidad mundana, que Nietzsche calificaría de “humana, demasiado humana”.
Así, un poder que se
pretendía divino y por encima de sus súbditos se mostraba hiperreaccionando
dramáticamente ante estos para controlarlos mediante el pavor. Por una parte,
afirmaba ser un poder transcendente y que actuaba por mandatos divinos pero,
paralelamente, se mostraba coaccionado por el miedo a sus súbditos, por una “realpolitik”
basada en el temor a la plebe y, aún más, a los nobles cercanos que fácilmente
podían substituirlo con un “golpe palaciego”.
El macropoder tradicional, que se pretendía divino e invulnerable, también
mostraba que tan solo podía ejercer el poder mientras era capaz de controlar
sus mecanismos y las élites intermedias; pero que, con relativa facilidad,
estos escapaban a su control y entonces devenía vacío e impotente. En el fondo
era un poder que penetraba con poca intensidad en la sociedad (Mann, 1991),
pues esta podía eludirlo de distintas formas aunque, ciertamente, cuando le
alcanzaba el castigo, este era brutal.
Precisamente porque el macropoder tradicional tenía dificultades para
actuar eficazmente a larga distancia, tendía a concentrar y manifestar su
máximo de poder en la corta distancia (como en los suplicios públicos
mencionados), aunque eso también lo hacía vulnerable. Sobre todo, actuaba a
través de sus servidores, ministros y oficiales más cercanos, más allá su
impacto era mucho menor y poco fiable.
Por eso le eran necesarios los espectáculos presenciales y públicos en los
que podía ejercer la máxima presión y mostrar su poder absoluto, a pesar de que
también era los momentos en que era más expuesto y fácilmente traicionable.
Precisamente porque el poder tradicional solía desmoronarse tan pronto como
tenía dificultades para controlar los mecanismos de coacción directa (que era
prácticamente imposible compensarlas por el control de mecanismos lejanos
fiables), focalizaba tan obsesivamente su autoridad y legitimidad en el temor
continuo de los que estaban más cercanos (incluyendo a la corte y los propios
familiares).
Por eso el déspota que ostenta un poder absoluto sobre todo a través de sus allegados más cercanos, también paradójicamente vive continuamente vigilando a estos y vigilado por ellos, atemorizándolos y temiéndolos. De ahí, su obsesión por legitimar su poder con algo suprahumano y que le destaque de todos los demás, ya sea la gracia divina, ya sea determinaciones naturales como la ascendencia y la primogenitura.
También por ello era entonces tan importante destacar
constantemente la diferencia señor-vasallo-siervo (incluso cuando convivían en
una notable intimidad). En cambio hoy, se finge un comportamiento
pretendidamente democrático, de cercanía y de proximidad facilitado porque, en
la sociedad actual, siempre se da a través de la mediación de los mass-media.
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