El Poder no es la emanación de una pretendida entidad substancial poseída totalmente (el ideal del “soberano” de la tradición hobbesiana). Por contra, tampoco existen los desposeídos absolutamente de esa pretendida entidad, aunque es muy débil el poder de los súbditos, los esclavos, los “nadie” (Eduardo Galeano), las “vidas prescindibles” (Judith Butler), etc.
Incluso las existencias subordinadas y no instituidas tienen algún tipo de poder, si bien este será mucho menor en la medida en que no consigan el saber necesario para controlarse a sí mismas y confrontar eficazmente otros poderes. Pues el poder y el (auto)control son fenómenos paralelos y en última instancia inseparables.
Tenemos un ejemplo de la máxima relevancia y actualidad en las teorías que constatan que no todo lo existente manifiesta el mismo nivel de “existir” y estar “instituido”. Pues, en contra de lo que puede pensarse, el 'existir' no es algo binario que pasa de absoluto Sí o absoluto No, sino que manifiesta muchos distintos niveles o gradaciones discrecionales del existir. En términos heideggerianos todo ente existe de alguna manera, pero no tiene el mismo grado de ser o de nada.
Y eso es aún más cierto si pensamos en términos de existencia, de 'institución' y de reconocimiento político, social, cultural, institucional, etc. También hay distintos grados de existir, de ser “instituido” o ser reconocido en el propio existir (Honneth) por el prójimo y la sociedad. Ya el filósofo de la Sorbona Étienne Souriau (1892-1979) lanzó la idea en 1943 de Les Différents modes d’existence y actualmente profundizan en esas complejidades su discípulo David Lapoujade (por ejemplo en su libro del 2017 Les existences moindres) y el filósofo brasileño Peter Pál Pelbart (2003).
Coincidimos con los pensadores citados en constatar que la inclusión y la exclusión, la potenciación y la represión, el amor y el odio, el elogio y el
menosprecio no sólo tienen efectos “supraestructurales”, simbólicos y “culturales”.
También los tienen “infraestructurales”, que instituyen o bloquean las existencias, que aumentan o reducen su nivel de efectividad, que maximizan o minimizan su poder para defenderse, que
las visibilizan o invisibilizan, que las protegen cuidadosamente o, al contrario, las convierten en dianas de tanatopolíticas que
pueden llegar a destruirlas. Pues el existir humano requiere de una
compleja suma de reconocimientos sociales e individuales que han destacado
desde Hegel, Marx, Freud o Lacan, a Souriau, Honneth, Fraser, Lapoujade o Pál Pelbart.
Ahora bien, los complejos niveles de reconocimiento (sistematizados por
Honneth) no siempre se dan conjuntamente y, por eso, la “existencia”
misma no puede considerarse como el mencionado juego binario: sí o no absolutos. Además fácilmente da lugar a vidas
consideradas como “prescindibles” (Judith Butler), “menores” (David Lapoujade)
y “no instituidas” (Étienne Souriau). Son ejemplos paralelos a la “nuda vida” o
el “homo sacer” analizados detalladamente por Giorgio Agamben, que pueden ver reducido el reconocimiento de su existencia y vida a mera “zoé”, casi como
animales no humanos.
Recordemos que “zoé” (en oposición a “bios”) es la designación griega clásica de la vida meramente animal que no es humana, que no tiene “derecho a tener derechos” -como expresaba con precisión Hannah Arendt- y que es esclavizable. Por eso y usando conscientemente fórmulas verbales en participio activo (Antonio Madrid, Mayos) hablamos de vidas vulneradadas, minorizadas o deshumanizadas.
Pueden incluso ser convertidas en vidas inhumanas según la violencia que se ejerce sobre ellas, pues serían conducidas a los grados extremos de la vidas “menores”, dejadas a sí mismas o “no instituidas”. Serían vidas en el fondo radicalmente vulneradas y -por tanto- vulnerables hasta el extremo de ser “desechables” y desechadas efectivamente (Bauman), “prescindibles” y prescindidas a todos los efectos.
En tales casos, no bastan la retóricas humanitarias ni incluso los esfuerzos paternalistas como prestar atención y ayuda, pues lo realmente efectivo es el empoderamiento de los colectivos directamente afectados. Es conseguir que tengan la “capability” (Amartya Sen), el saber hacer y la autoconsciencia que les permita controlar su propio destino y ganarse el reconocimiento social pleno.
Es decir, se requiere
toda la complejidad resumida en la fórmula de Étienne Souriau y David Lapoujade
de estar “instituido” o llegar a "instituirse"; la cual presupone inevitablemente (nos parece, por las
complejas dialécticas de empoderamiento que hemos expuesto) un nivel decisivo
de poder, de ser capaces de autoinstituirse y por tanto ganar aquellos niveles de "existencia" que se merecen.
Así como el saber es imprescindible para poder controlar (si bien nunca del
todo) el poder; instituirse es la única defensa que tienen las infraexistencias
para hacerse valer y no ser vulneradas. Por eso, la nuda vida y el existir no
plenamente existente tiene que luchar para instituirse en el reconocimiento
social -como destacan Axel Honneth, Pál Pelbart y David Lapoujade-. Volvemos a encontrarnos,
pues, con una dialéctica de feedback reforzante entre
poder y empoderamiento, entre controlar el entorno y tomar control de sí, entre
atreverse a saber y generar consciencia de sí. Además, tal (auto)institución se
ejerce inseparablemente tanto sobre sí mismos, como con respecto a la
población mainstream que los marginaliza.
Cuando hablamos de “instituir” no nos referimos a procesos esotéricos,
raros ni imposibles de conceptualizar; muy al contrario: son fenómenos bastante
reiterados en la historia, no siempre “revolucionarios” en el sentido de la
Revolución de octubre de 1917 y ni tan siquiera conscientes. Para no alargarnos
demasiado, es un buen ejemplo cómo el “proletariado” consiguió instituirse y empoderarse
incluso antes de la labor de Marx, Engels y sus compañeros. Durante mucho
tiempo no fue visibilizado y como mucho era considerado una existencia
degradada, menor e incrustada en el “tercer estado” teorizado por Joseph Sieyès
o un “lumpen” marginado, vinculado a lo criminal y totalmente ajeno a la “sociedad
honrada e industriosa”.
Por su propia labor, a veces inconsciente, e impulsado por los socialistas
utópicos, Marx y Engels, el proletariado logró empoderarse, tomar consciencia
de sí e instituirse como clase social. Incluso llegó a reconocerse como la
clase universal que habría de incorporar la humanidad entera y libre de
explotación. Naturalmente sabemos que no todo fue tan fácil ni tampoco se
cumplieron todas las expectativas, pero esa multitud se empoderó y se “instituyó”.
Así superó su infraexistencia meramente negativa expresada ya en la misma
etimología de “proletario”: no poseer nada sino tan solo su propia prole (Mayos, 2013).
Más allá del hito que el “partido marxista leninista” representó entre mediados del siglo XIX e inicios del XX, hoy se reconoce que había otras maneras de instituirse y de participar en el reparto de lo sensible que no el partido fuertemente ideologizado, estrictamente vertical, donde los cuadros dirigen e imparten doctrina a los disciplinados “militantes” de base que deben obedecerlos, etc. Seguramente, esa fue la opción paradigmática e incluso necesaria para la industrialización fordista pero -en el mundo posterior- aparecieron otras muchas opciones.
Significativamente no parece ser el partido
marxista leninista el método de institución escogido por la mayoría de las
existencias “menores”, invisibilizadas, vulnerabilizadas y no instituidas. Por
eso y dentro del campo marxista, han desarrollado otras estrategias hoy muy
influyentes tanto Ernesto Laclau (especialmente en su libro La razón
populista del 2005) como Chantal Mouffe, que explora vías de agonismo que
permitan una “democracia radical” con poder constituyente pero sin caer en la
violencia.
Por tanto, y sin ser exhaustivos, podemos considerar que “instituir” tiene dos condiciones de posibilidad que se implican mutuamente (como muestra Axel Honneth): adquirir consciencia de “parte” (de clase para el marxismo ortodoxo) dentro del reparto sensible y social para poder tener alguna agencia y control sobre ese poder condicionante que analizamos (y viceversa).
Sin esa doble institución, no solo se permanece como existencia degradada y marginal si no que se deviene impotente como la morrena arrastrada por los grandes glaciares, sin saber por qué lo es, ni hacia dónde es conducida, ni -por supuesto, sin poder plantearse tan siguiera el propio destino. Entonces se es mera infraexistencia perdida entre una caótica mezcla de múltiples circunstancias individuales que “se desvanecen en el aire” (según la expresión de Marx que ha popularizado Marshall Berman con su libro de 1982). Tales infraexistencias no instituidas permanecen como vidas escindidas entre sí y totalmente a merced de la acción negativa de los prejuicios, las exclusiones e incluso las reacciones inmunológicas (Jacques Derrida, Roberto Esposito).
[1]
Roberto García Salgado está realizando en el Colegio de Michoacán (México) una
potente tesis doctoral sobre estas cuestiones y que tengo el gusto de tutorizar
junto con otros profesores mexicanos e internacionales.
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