La democracia actual tiene problemas políticos… pero también culturales (en el sentido amplio del término). La especie humana es una especie política y cultural, no por azar, sino por su misma condición biológica y social.
Hemos visto como para explicar la naturaleza humana, E.O. Wilson ha necesitado añadir a la egoísta evolución darwiniana, otra más “altruista y eusocial”. También hemos visto que al tradicional eje ideológico-político de la redistribución económica se le añade necesariamente el eje del reconocimiento.
Tanto lo eusocial como el reconocimiento exigen que la política "parta de y respete a" la igualdad y -a la vez- la diferencia de los grandes agentes y sujetos sociales, es decir los ciudadanos en sus circunstancias (Ortega y Gasset) y su ser socio-cultural. Pues sólo así se superará la paternalista e insuficiente "tolerancia" ilustrada para profundizar en el respeto y el reconocimiento plenos.
Además sólo así se garantizará la justa, equitativa y solidaria redistribución de los recursos y las oportunidades que la sociedad genera en gran medida colectivamente. Pues sólo el reconocimiento pleno tanto de los individuos como de los colectivos (en sus circunstancias, en su ser, en sus derechos, en su cultura...) les garantiza una ciudadanía plena, dejando de ser muchos de ellos meros súbditos o minorías de alguna manera excluidas.
Entre ambas dualidades (biología egoísta y eusocial, eje de la redistribución y el reconocimiento) se juega la política, siempre dentro de la culturalidad humana. Es la confluencia agonista y conflictiva de ambas, con el fin de negociar las polaridades del ambivalente ser humano en un marco social que permita proyectar sus "vicios privados" en públicos beneficios.
Esa tan deseada metamorfosis fue formulada sarcásticamente por Bernard Mandeville pero -en otros términos- está en los grandes proyectos políticos de todos los tiempos. Desde Platón a Agustín de Hipona, Hobbes y Spinoza, Adam Smith y Marx, la democracia cristiana y la socialdemocracia...
Esta evidencia me ha vuelto a golpear rudamente, al corregir y ampliar para este artículo la entrevista que me realizó el filósofo político Joan Morro para la revista “Plural”. Una vez más, preguntado y reflexionando sobre cultura y nuevas tecnologías, he terminado llevado a sus comunes e inseparables aspectos políticos.
GIRCHE |
Ésta es la versión corregida-ampliada de la entrevista. Donde Joan Morro me presenta así: "Gonçal Mayos es uno de los filósofos más sugerentes y originales del panorama actual. Además de ensayista polivalente, es profesor de filosofía en la Universidad de Barcelona y director de GIRCHE, grupo formado por investigadores europeos y latinoamericanos cuya tarea se centra en las complejas relaciones entre la historia, la cultura y la política. A esto añade Mayos su participación activa con movimientos como el 15M. Entre sus últimos trabajos destacan especialmente sus teorías en torno a “la sociedad de la ignorancia” y la propuesta de una “macrofilosofía”."
J.M.: ¿Qué opina acerca del manejo que actualmente se está haciendo de las redes sociales y de internet?
G.M.: No seamos apocalípticos, pues, a pesar de efectos negativos, creo que hay que ser optimistas. Todavía no sabemos cuántas cosas podemos hacer en y con las redes. Es cierto que hay problemas, básicamente porque todavía nos cuesta entender su funcionamiento. Por ejemplo, entender ese espacio virtual nuevo que expresamos con el neologismo “extimidad”.
En las redes sociales o en Internet no hay propiamente intimidad, como mucho “extimidad”. En potencia, nada de lo que circula por las redes sociales tiene garantizada la intimidad, fácilmente se comunica, deviene “ex” y adquiere publicidad al menos entre círculos difícilmente restringidos y además imprevisibles.
La enorme velocidad, la facilidad para replicar y transmitir cualquier cosa, y sobre todo las múltiples situaciones con que usamos las redes sociales, hacen que no haya filtros seguros ni materiales ni psicológicos.
Los filtros materiales o mediante programas son claramente superados por la propia dinámica del ciberespacio. Y respecto a los psicológicos, los supera la facilidad con que, en un momento de bromas y enfervorización colectiva en una fiesta, o de dolor, envidia, resentimiento… en privado, se haga un “clic” y se envíe a muchísima gente algo privado, dañino o peligroso.
Psicológicamente puede ser un momento tan especial que terminemos haciendo algo que -en el fondo- nunca quisimos y que lamentamos profundamente. Todos hemos vivido alguna experiencia parecida, pero las redes las amplían y magnifican increíblemente.
Por su inmediatez, velocidad, potencia y por ser usadas continuamente en contextos psicológicos de relajo o exaltación, no sabemos controlar eficazmente las redes. Pensemos que normalmente en menos de un segundo decidimos o no dar un “clic” que envía a mucha gente informaciones ambivalentes y complejas. ¡En tales condiciones, es muy fácil cometer un error que luego podemos lamentar!
J.M.: Ciertos estudios apuntan que algunos deterioros en las capacidades y habilidades mentales (memoria, procesamiento de información, operaciones mentales, entre muchas otras) se deben al uso excesivo de dispositivos tecnológicos.
G.M.: Es indudable pero no tan sólo tiene efectos negativos. Por ejemplo, también potencian: la capacidad de decidir con rapidez y eficacia, el reciclaje cognitivo, el “estar al día” y abierto a nuevas expectativas. Ahora bien, por otra parte es cierto que estamos generando una sociedad de la ignorancia y una cultura zapping.
Como digo en el libro colectivo “La sociedad de la ignorancia”, la información que nos llega es tanta que no tenemos tiempo de procesarla adecuadamente y, al cambiar tan rápidamente, nos provoca una acelerada “obsolescencia cognitiva”. Paradójicamente, la elogiada sociedad del conocimiento tiene muchas veces como “daño colateral” el incremento de la ignorancia y la incultura ciudadana.
Además hace que tendamos a aceptar acríticamente lo que nos llega. Sobre todo si parece que lo vemos en directo y como si estuviéramos ahí, sin darnos cuenta que la televisión es una mediación, tanto o más compleja que muchas otras y que puede ser usada ideológicamente.
En la actualidad, sufrimos una especie de urgencia cognitiva donde todo tiene que decirse y comunicarse con rapidez, eficacia, impacto, brevedad y concisión. Por eso, aquello que necesita más reflexión o calibración tiende a ser substituido por lo más simple, directo, fácil, “espectacular”, de éxito asegurado… y “políticamente correcto”.
Por otra parte, es cierto que –como hemos dicho- la propia premura puede provocar efectos contrarios: de indiscreción, malentendidos, fórmulas excesivamente radicales o ambiguas, incomprensibles, triviales o incompletas, totalmente contradictorias… En fin: muchas veces ajenas a la intención bajo la cual se “lanzaron” a Internet.
Además, en la sociedad actual nos cansamos muy pronto de lo que hacemos o vemos, y necesitamos continuamente cambiar de contexto y que todo sea “divertido”, relajado, cómodo, placentero, de recepción fácil, que exija poca atención… Es lo que llamamos una cultura zapping.
Daniel Innerarity habla de "inteligencia sobrecargada", y reclama que las informaciones y datos se conviertan en auténtico conocimiento gracias a la capacidad “interpretativa” de cada persona. Ese es el problema esencial hoy. Continuamente estamos inmersos en ese reto: entre todo lo que aceleradamente recibimos, hay que seleccionar lo más importante, interpretar por qué lo es y decidir en qué nos afecta o cómo queremos que modifique nuestra cognición y comportamiento.
Sólo si hacemos todo lo anterior con gran eficacia podemos evitar a medio o largo plazo nuestra obsolescencia cognitiva profesional o en el trabajo. Aquí nos va el sustento, pero hay otros ámbitos personales o sociales que también son muy importantes.
Pero como la presión es tan fuerte, tendemos a concentrar los esfuerzos en el ámbito profesional donde nos hiperespecializamos. Mientras que, en el ámbito común, que es donde debemos ejercer la alta tutela democrática de las instituciones y la política, cada vez más muchos se retiran a la privaticidad.
Muchos ciudadanos renuncian a ejercer activamente su vigilancia democrática, viniendo a decir: “Bastante tengo con mantener mi capacitación profesional y trabajar, el resto del tiempo no quiero preocuparme por complejísimos problemas (como son las leyes sobre la ingeniería genética y las causas del paro o el cambio climático), quiero relajarme y divertirme. ¡No tengo fuerzas ni ganas para nada más!”
Eso es muy peligroso para la democracia y para los propios ciudadanos que rápidamente caen presos de “la sociedad de la ignorancia”.
J.M.: Usted también introduce el término “sociedad de la incultura” en su libro con ediciones inglesa, castellana y catalana, ¿a qué se refiere con ese concepto?
G.M.: Hoy el saber se produce colectivamente y a grandes velocidades gracias a las nuevas TIC, pero en cambio nuestro cerebro es el mismo de hace millones de años. Colectivamente producimos más saber e informaciones de las que podemos procesar personalmente. Hoy nadie puede pretender conocer mínimamente todo lo que se está inventando y descubriendo, todo lo que entre todos sabemos y producimos.
Eso provoca una gran angustia pues nos damos cuenta que la sociedad está regida, focalizada y dominada por “el conocimiento”, pero que a nuestra pobre persona le cuesta cada vez más competir y estar a la altura. Esa obra colectiva mundial que es Internet lo sabrá todo, pero nosotros cada vez sabemos una porción más pequeña de ese todo. Por tanto, aunque todos sepamos más que cualquiera de otra época anterior, tenemos la sensación angustiosa de estar amenazados por la incultura.
La paradoja puede sorprender pero tiene una lógica aplastante: Por una parte estamos en la “sociedad del conocimiento” y en el “capitalismo cognitivo”, pues el conocimiento es imprescindible para todo. Pero precisamente por ello, personal e individualmente sentimos la amenaza angustiosa de no estar (al menos permanentemente) a esa “altura”. Nos sentimos amenazados por la incultura… por una crecientemente rápida obsolescencia cognitiva… que nos condena al paro o incluso a la exclusión.
J.M.: ¿Cómo afrontar la “sociedad de la incultura”?
G.M.: Yo reclamo asumir un reto que se ha olvidado desde hace generaciones: seleccionar, definir y transmitir eficazmente aquella “cultura general y común” que es imprescindible para vivir y ser ciudadano activo en nuestro tiempo.
Eso es mucho más difícil de lo que pueda parecer y tiene muy poco que ver con lo que tradicionalmente se consideraba “cultura general”. Todas las facultades y todos los expertos se limitan hoy a especializarse en su campo y a pedir que todo el mundo sepa mucho de lo suyo. Pero nadie se preocupa para definir aquello esencial para nuestra sociedad, aquello básico para realmente dar cuenta o comprender nuestro mundo.
Entonces dejamos a los padres y a los profesores solos, cuando niños y jóvenes preguntan legítimamente: “¿qué tengo que saber de verdad y que me sirva el día de mañana?” Nuestra respuesta no puede ser: “todo” ni “pues muchas matemáticas e informática, muchos idiomas y ciencias, humanidades e ingenierías…”
Por eso, uno de nuestros retos más importantes como humanidad y ciudadanía democráticas es conseguir definir eficazmente eso tan denostado como la verdadera y necesaria “cultura general y común”. También lo es sin duda –pues en caso contrario todo quedaría incompleto-: transmitir esa cultura común –básica pero actualizada a los últimos descubrimientos relevantes- de forma postdisciplinar y macrofilosófica. Es decir, superando las dificultades presentadas por las fronteras, metodologías y especificidades de las distintas disciplinas académicas.
¡Si los problemas son globales, la cultura y la educación deben serlo también! ¡Si la humanidad está globalizada, debe emerger una ciudadanía democrática y que pueda encarar las complejidades en que estamos inmersos!
Como cada uno no puede saberlo todo, ¡hay que seleccionar, sintetizar y decidir la “cultura general y común” hoy necesaria! ¡Sin ella no hay auténtica ciudadanía, ni democracia!
J.M.: ¿Qué propone usted ante las incertidumbres que se derivan de la “obsolescencia cognitiva” propia de la “sociedad del conocimiento”?
G.M.: El sociólogo Ulrich Beck define nuestra sociedad como “del riesgo”, pues la turboglobalización actual hace que cualquier problema en una parte del mundo se comunique y llegue a todas (incluso agravado).
Tenemos claros ejemplos en cómo se extendió el Sida y cómo unos problemas en las hipotecas subprime norteamericanas terminaron generando una crisis global que todavía es durísima en España.
El mundo se ha vuelto tan complejo e interrelacionado que cuesta mucho predecir y mantener ciertas seguridades y certidumbres. Pero precisamente por ello insisto en la idea que la tarea primordial es hoy: elaborar, seleccionar, definir y transmitir eficazmente el conocimiento básico y común necesario para vivir activamente y decidir democráticamente en nuestra sociedad.
Ahora bien, para ello tenemos que huir de la hiperespecialización y, a la vez, de la suma de especializaciones o disciplinas que no dialogan entre sí. Igual como estamos redescubriendo el “médico general” o “de cabecera” que mira el paciente como un todo, necesitamos enfoques inter-, trans- y multi-disciplinares de los problemas sociales básicos. Incluso más allá, necesitamos a la vez enfoques macro- y post-disciplinares.
Si como se dice, los problemas son globales y complejamente interrelacionados, no tiene sentido encararlos de una manera hiperespecializada. Hay que fomentar el diálogo macrofilosófico y ser capaz de superar las fronteras disciplinares, para encarar los complejos problemas que hoy no acucian. La hiperespecialización ha dado históricamente sus buenos réditos, pero hoy necesitamos educación y enfoques postdisciplinarios; a eso me refiero cuando reivindicó la “macrofilosofía”.
La macrofilosofía y una profunda reconfiguración inter-, trans- y post-disciplinar de los saberes deberían ofrecernos dos posibilidades de gran urgencia hoy: Por una parte, prolongar los buenos réditos investigadores que la ultraespecialización disciplinar ha permitido hasta ahora, pero que ahora –sostengo y creo que podré demostrarlo en otros artículos- están disminuyendo. Por eso debemos realimentarlos y revitalizarlos con perspectivas macro- y post-disciplinares.
Por otra parte, hay que construir, sintetizar y transmitir eficazmente al conjunto social la “cultura general y común” para que pueda empoderarse, conocer y democráticamente gestionar políticamente nuestro presente. Especialmente una “sociedad del conocimiento” con daños colaterales y peligrosas zonas de sombra que apenas estamos descubriendo; y -para decirlo más rudamente, pero sin que haya separación esencial con la “sociedad del conocimiento”- un “capitalismo cognitivo” con amenazantes y nuevas exclusiones.
¡Sólo así, la política democrática podrá recuperar su papel director y moderador de un mundo en evolución desbocada! ¡Sólo así los países y la población dejaran de ser un mero juguete sometido a los azares e intereses de “los mercados”! ¡Sólo así empoderaremos democráticamente a la gente!
Como hemos destacado, ello no es tan sólo una cuestión política (en el sentido restrictivo del término que es el habitual hoy) sino también una cuestión cultural, del animal cultural (y político) que es la humanidad. Como digo siempre: “cultural is political” y “political is cultural”. ¡Son dos aspectos humanos inseparables!
Sólo el muy tardío descubrimiento y hegemonía de las ideologías de masas, ha podido relegar y obviar la muy antigua evidencia del culturalismo humano. Sólo un error histórico –explicable por importantes y acuciantes circunstancias históricas- ha podido olvidar o relegar a un segundo plano la esencial inseparabilidad y dependencia de cultura y política. Lo cultural es político, lo político es cultural.
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