Gonçal Mayos PUBLICATIONS

Gonçal Mayos PUBLICATIONS

ht tp://orcid.org/0000-0001-9017-6816 : BOOKS , BOOK CHAPTERS , JOURNAL PUBLICATIONS, PRESS, Editor, Other translations, Philosophy Dicti...

Mar 10, 2018

(IM)PARCIALIDAD POSITIVA DEL JUEZ

Dicen ciertas crónicas que el gran rey y líder de la conquista aquea de Troya, Agamenón, acostumbraba a autolegitimarse diciendo que la “verdad es la verdad la diga Agamenón –él mismo- o su porquero”. Tales afirmaciones de “imparcialidad” ante la verdad siempre eran recibidas por sus súbditos con grandes muestras de aprobación. Lo elogiaban desmedidamente porque alguien tan poderoso reconociese la objetividad y superioridad de la verdad.
 
Ahora bien otras crónicas añaden -sin que Agamenón lo mencionara nunca- que una vez cuando pronunció esas reiteradas palabras estaba presente efectivamente uno de sus porqueros. Incluso se dice que este sonrojado por tan flagrante mentira y mientras se retiraba temiendo ser reconocido, dijo con el más débil de los susurros que no era cierto que “su” verdad valiera lo mismo que la de Agamenón. Negaba que “sus palabras o percepciones”, por muy verdaderas que fueran, jamás fuesen tenidas por tales frente a las más inciertas o falaces de Agamenón. 

 
Tales crónicas dicen incluso que nadie atendió, quiso escuchar ni dar crédito a las palabras murmuradas por el porquero, mientras que al contrario todo el mundo se dedicaba a escuchar, elogiar y adular hiperbólicamente las del rey. Con independencia de quien dijera la verdad, nadie en la gran sala del trono estaba dispuesto a escuchar ni valorar las palabras del porquero, y aún menos a criticar o denunciar las del rey.
 
Como las palabras “e pur si muove!” que presuntamente pronunció Galileo tras su condena por el Santo Oficio romano, las murmuraciones inaudibles y que no rivalizan con los grandes discursos de los poderosos pueden pasar sin pena ni gloria. Tan solo son recogidas tiempo más tarde –¡y con suerte!- por aquellos que gustan de las palabras y verdades de los derrotados, de las víctimas, de los subalternos, de los “nadie” y de los que no cuentan en la historia. Solo interesan a los que -como Walter Benjamin- peinan a contrapelo la historia de las grandes proclamas, los enlaces matrimoniales monárquicos, los vencedores y poderosos. 
 
Ahora bien -como cita el juez Artur César de Souza- ya la misma existencia o recuerdo de la víctima es para Emmanuel Levinas o Enrique Dussel una refutación material de la verdad del sistema que ha originado -al mismo tiempo- a esa “verdad” y a esa víctima. Dussel llega a decir que “a partir de las víctimas, la verdad comienza a ser descubierta como no-verdad” y -ciertamente- la existencia del porquero y su escepticismo ante las palabras del rey cuestionaba el régimen de verdad que imponía Agamenón.
 
Significativa pero lamentablemente, ninguna crónica recoge que nunca jamás hubiera un juicio, un proceso o incluso un mero diálogo que confrontará efectivamente la afirmación de Agamenón y la de su porquero. Por una parte es una gran lástima, pero también probablemente nos ahorramos así la vergüenza de escuchar miles falaces argumentos en favor de la verdad de Agamenón y en contra de la de su porquero.
 
¿La verdad es neutra, totalmente independiente de los agentes que la defienden, la argumentan, la sostienen… y brilla por sí sola proclamando de manera indudable su vericidad? En tal caso sería muy fácil ser juez y a éste se le debería pedir tan solo que fuera máximamente imparcial para dejar que la verdad se manifestase por sí misma. Pero nada es tan fácil ni simple en el ejercicio de la justicia y en el establecimiento riguroso de la verdad.
 
La enunciación de la verdad depende de portavoces humanos que, en los juicios, representan legítimamente a una de las partes implicadas y van en contra de la otra. Ciertamente el juez debe ser “im-parcial”, no debe ser parte, ni tan siquiera “partí-cipe” lejano. Por eso, en los procesos legales, están muy precisamente reglamentados los procedimientos a seguir por el juez y cómo las distintas partes pueden hacerse escuchar.
 
Eso es lo que se llama la “imparcialidad negativa” del juez y del procedimiento judicial –y el juez Artur le dedica su correspondiente atención-. Se trata de prohibir y limitar determinados comportamientos discriminatorios, no respetuosos, intimidatorios, coartadores, etc. sobre alguna de las partes.
 
Aunque haya ejemplos terribles y en sentido contrario, en la mayor parte de los tribunales se respeta más la “imparcialidad negativa” que en la correspondiente sociedad y en la vida cotidiana. Ahora bien ¿basta con algunos requisitos y procedimientos mínimos de “imparcialidad negativa” para que brille la verdad y se haga la justicia en casos parecidos a los de Agamenón y su porquero? Lamentablemente no, pues el tribunal, el juez o el proceso judicial no se dan en el vacío sino insertos en la sociedad a la que sirven. 
 
Y como hemos apuntado, la vida social y cotidiana está llena de profundas discriminaciones, desigualdades acrisoladas, diferencias condicionantes, limitaciones discriminadoras, reconocimientos no inclusivos ni recíprocos, poderes partidarios de una de las partes, prejuicios inconscientes, valoraciones no sometidas a crítica, etc. Y todo ello interviene -se quiera o no- y es muy difícil de enmendar por simple “imparcialidad negativa”.
 
Generalmente y por la premura que suele presidir los procesos, unos pocos procedimientos de “imparcialidad negativa” suelen ser muy impotentes para conseguir igualar mínimamente a las partes de la sociedad cuando se presentan ante el juez, argumentan sus “razones” y despliegan –con más o menos talento- la gran complejidad de detalles, “pruebas”, documentos, testimonios, indicios… Hasta el punto que la imparcialidad del juez, del proceso y de la sentencia se ven peligrosamente amenazados a veces de forma totalmente inconsciente y muy difícil de enmendar dadas las condiciones fácticas en que todo termina desarrollándose. 

Recordemos que –por lo que sabemos- Agamenón ni tan siquiera necesitó dialogar, discutir, ni incluso enterarse de la posición de su porquero. Por tanto su “verdad”, que tanto le encantaba proclamar reiteradamente, jamás tuvo que revalidarse o enfrentarse a incómodos argumentos contrarios. Según la tradición crítica de Dussel o Antonio Gramsci, la verdad de Agamenón simplemente triunfaba, era aceptada y reconocida por haber sido dicha por quien tenía el poder.

Eso llegó a constituirla prácticamente en “sentido común” indiscutible, pues tenía tal “hegemonía cultural” que era un “sin sentido” querer simplemente retarla. Podemos imaginar qué difícil que habría sido para el “porquero” ni tan siquiera argumentar y conseguir ser adecuadamente comprendido si por azar hubiera habido un debate entre ellos.

La “imparcialidad negativa” tiene la muy alta responsabilidad de evitar que ningún aspecto del judiciario pueda llegar a estar al servicio de una de las partes del proceso (es decir que sea “par-cial”, parte implicada o asumida). El juez no puede privilegiar ninguna de las “partes”, pero sí que debe tomar un cierto y comprometido “partido” en favor de la justicia y la totalidad de la sociedad. Precisamente para ello el juez debe hacer un enorme esfuerzo de “(im)parcialidad positiva” para permitir que confluyan en igualdad de condiciones, argumentos y aspectos que en la vida cotidiana suelen desarrollarse de forma claramente discriminatoria.

Bien entendido, el juez debe ser parcial para con la equidad reequilibradora de la aplicación de la justicia. Debe permitir plantear la totalidad de los aspectos relevantes para la justicia sin que unos –los hegemónicos en la sociedad- oscurezcan y difieran los subalternizados. El juez por tanto debe situar los argumentos del “porquero” (quizás más que su persona) al mismo nivel que el propio Agamenón.

Tradicionalmente (en el positivismo) se decía que el juez debía ser neutral con todo y todos excepto con la propia ley que debía considerar sagrada; pero hoy debemos incluir no solo la literalidad de la ley sino su espíritu y objetivos básicos que exigen adaptaciones según los tiempos y en favor de una justicia social que vaya más allá de lo literal.

Consciente de todos esos problemas y circunstancias, el juez y estudioso Artur César de Souza exige que los mencionados y necesarios procedimientos de “imparcialidad negativa” sean reforzados por otros de “imparcialidad positiva”. Es decir que el judiciario y toda la administración estatal de justicia intenten compensar activamente esos desequilibrios, prejuicios y “hegemonías culturales” que separan muchas veces a las partes en los procesos judiciales. Pues sólo con tal compensación pueden mínimamente tener igual escucha, comprensión y recepción las razones enfrentadas de las partes muy desiguales socialmente. Pues en caso contrario es prácticamente imposible que los complejos mecanismos procesuales no terminen reflejando de alguna manera e inevitablemente la correlación de fuerzas presente en la sociedad.

La “imparcialidad positiva” por parte del judiciario debe evitar que la “verdad” de los que tienen a favor los medios materiales, los prejuicios y los altavoces, impida totalmente que pueda aflorar la “verdad” de los otros, evidentemente más débiles, pobres, incultos, aislados, excluidos, faltos de reconocimiento, avergonzados ante el judiciario... Ciertamente en tales casos se requiere alguna acción positiva o prevención material que informe los actos de los poderes públicos en dirección a un proceso judicial (¡pero también a una sociedad!), más justos, equitativos, solidarios y que eviten la mera consagración judicial de las miserias y desigualdades sociales...

Por tanto el juez, el judiciario y el Estado deben asumir su necesaria “(im)parcialidad positiva” (como le gusta escribir a Artur César de Souza) que anima a la misma constitución federal brasileira cuando pide igualar activamente a todos los ciudadanos para que gocen de forma verdaderamente equitativa y equilibrada de la ley de todos. Ello comporta incluso asumir la exigencia de “(im)parcialidad positiva” que incluya cuando haga falta y sea de justicia “tratar desigualmente a ciertos ciudadanos para que –después de la actuación del Estado- todos ellos tengan iguales probabilidades de llevar a cabo su plan de vida” o al menos la defensa de sus “verdades” ante el juez y el judiciario. 

La “(im)parcialidad positiva” también obliga al juez a un enfoque crítico holístico de todos “los intereses relevantes al caso concreto” y a una “ética de concreción”. Debe ser capaz de atender a las personas humanas faltadas de los necesarios fomentos de la vida humana como reclama la constitución federativa del Brasil. La “(im)parcialidad positiva” exige que se permita y se pida al juez que salga “de su solipsismo ontológico“ para ser capaz de reconocer en las partes litigantes el rostro del “Otro” que también interpela a la justicia.

Los “otros” o “nadies” deben ser atendidos como ciudadanos de pleno derecho, evitando que en el judiciario se reproduzcan las muchas discriminaciones sociales. El juez y el judiciario en conjunto no tienen sólo responsabilidad con la justicia en abstracto, sino con los miembros reales y damnificados de la sociedad.

El juez Artur César de Souza propone una “(im)parcialidad positiva” basada en los valores de la ética de la liberación y la racionalidad del otro, pues la universalidad solo se gana incluyendo al “diferente”. Implica el compromiso de “atuar de modo tal que todos os sujeitos processuais tenham iguais perspectivas de levar adiante suas pretensôes”. A justiça humana é parcial, pos a sua humanidade nào pode deixar de ser resolver na sua parcialidade”.

Es algo realmente muy difícil pero –como macrofilósofo que no puede prescindir de lo interdisciplinar ni de lo holistamente complejo- comprendo los problemas vividos por los jueces en sus sentencias más difíciles. Pues fácilmente reciben acusaciones de poco rigor, pero no obstante ese trato injusto, se atreven día a día con los problemas reales de impartir justicia que son inevitablemente holistas. Pues detrás de aspectos jurídicos ciertamente hiperespecializados, son tremendamente complejos y necesariamente inter, multi y transdisciplinares.

El juez, el judiciario y el Estado entero no pueden renunciar a su tarea de pacificar la convivencia social y pocas cosas lo hacen mejor que la justicia bien administrada. Es el gran antídoto frente a la discordia y el enfrentamiento social, y es la mejor vía para restablecer el ideal griego de philia ciudadana. Aquí estamos ante un valor positivo y de la máxima importancia social, frente al cual ningún juez (quizás mejor ningún verdadero ciudadano y servidor del Estado) puede ser cómodamente neutral ni dejar que medren aquellos que amenazan esa convivencia y le introducen violencia.

Por ejemplo no se puede ser cómodamente neutral con respecto a la desigualdad social, aceptándola pasivamente y dejándola crecer sin indignarse. Al contrario es deseable para la paz, la concordia y la justicia que el juez no renuncie a su papel reequilibrador y facilite que la justicia sea equitativa con todos. Ello no requiere tanto el velo de la ignorancia de John Rawls cuanto una buena comprensión situada de lo que la justicia y la sociedad requieren para ser pacificadas equitativamente.

En caso contrario, se fomenta un juez, un judiciario y unas instituciones estatales distantes, fríos, que se relacionan abstractamente como si solo hubiera personas jurídicas y no personas reales, con sus circunstancias sociopolíticas y sus vicisitudes existenciales. Se trata pues de apostar también por la philia, la solidaridad o la caridad bien entendidas que son capaces –cuando hace falta- de atender a la bondad más que al bien en abstracto (como propone Emmanuel Levinas).

Quizás la más alta exigencia para el judiciario es ser capaces de establecer y explicar “émicamente” la justicia que administran, es decir atendiendo a los marcos culturales, materiales y existenciales que la hacen comprensible por parte de los implicados, incluso por los que “pierden” su reclamación. Se trata pues de superar los fríos dictámenes y sentencias que, como un marco exterior irreconocible por los implicados, en nada atienden a la verdadera naturaleza de la “herida social” que hay detrás de toda denuncia

Por tanto, si lo entendemos correctamente, la “(im)parcialidad positiva” por parte del judiciario (y deseablemente de todas las instituciones estatales) constituye lo que Charles Taylor llama un “hiperbien” que remite a los principales fundamentos de la constitución y la vida social. Pues es una manera de defender la dignidad humana –principal derecho para la constitución federativa del Brasil-, el reconocimiento inclusivo y equitativo de toda la población, y la verdadera pacificación de la vida entera del país

Amable lector, en el libro que tiene en sus manos, el juez Artur César de Souza reclama no solo la “imparcialidad negativa” que garantiza una mínima objetividad, neutralidad y transparencia en la expresión de las “verdades” de las partes litigantes. Pide que se le sume la necesaria “(im)parcialidad positiva” de querer situar a los litigantes en un similar escenario argumentativo, que les dé efectivamente igualdad en la escucha y atención de sus “razones”, en lo que Jürgen Habermas considera una acción comunicativa y un diálogo justos.

Ahora bien, la imparcialidad nunca puede significar pasividad del juez ante la injusticia social, sino que culmina con lo que Artur César de Souza llama “la parcialidad positiva del juez” que es un cierto y muy moderado “ativismo judicial” que pueda dar la palabra y escuchar las “razones” de los “otros”, los “nadies”, las victimas, los subalternizados, los vulnerables o habitualmente vulnerados, los excluidos… En definitiva, en los procesos judiciales los porqueros de este mundo deben tener tantas posibilidades de contraponer justamente sus “verdades” como los Agamenón. 

Este es el prólogo de G. Mayos al libro del juez federal del Brasil Artur César de Souza A PARCIALIDADE POSITIVA DO JUIZ, 2018, Editora Almedina de São Paulo (Brasil).