Al hilo de los análisis de Mayos, podríamos decir que se ha producido la generalización del paradigma del cambio por el cambio, propio de la Modernidad, a todos los ámbitos de la vida social y personal, lo que Mayos llama la destrucción creativa:
- laboral, con la práctica desaparición del concepto de “oficio”. Tal y como describió Richard Sennett en La corrosión del carácter, el hombre de la posmodernidad ya no se reconoce en lo que hace, pues tiene que hacer cosas nuevas continuamente, y de manera siempre diferente, y en consecuencia deja de creer en su capacidad para transformar el entorno y para transformarse a sí mismo; se suceden los empleos sin especialización o se cambia de puesto en función de imperativos externos, lo cual impide desplegar las propias capacidades de un modo duradero.
- familiar: la institución más longeva del mundo, más incluso que el propio Estado, está siendo impugnada como marco regulador de la crianza de los hijos y del cuidado de los ancianos, arrojando al individuo a un mundo desolado, sin vínculos firmes, lo cual incrementa su sensación de navegar en un océano desprovisto de asideros; esto le empuja a apegarse a instancias colectivas adventicias (ideologías, tribus urbanas) o bien a parámetros “naturales” (raza, sexo, origen) que, lejos de permitirle pergeñar y preservar su identidad personal, le sustraen autonomía al subsumirle a categorías externas, atávicas, cuando no directamente represivas.
- sentimental y sexual: a estas alturas ya resulta innegable que la sucesión de parejas con las cuales el vínculo ya no es vitalicio, se diluye la firmeza de los compromisos personales, de modo que no sorprende que el “amor” antaño reservado a otros seres humanos acabe desviándose hacia las mascotas, cuando no a los objetos o al culto a la propia imagen (narcisismo, sologamia).
De este modo, la ligereza, cuando no la banalidad, se instauran como un modo de habitar el mundo “leve”, sin profundidad, obedeciendo al lema del rock: “vive rápido, muere joven y deja un cadáver bonito”, si bien en ocasiones se revista de cierto carismo clásico (“carpe diem”) o incluso oriental (“fluye”). Sin embargo, más que rockera –lo cual implica cierta aspereza vital– la nuestra más bien es una sociedad “pop”: todo se nos ofrece para consumo fácil a cambio de casi nada, y durante poco tiempo, con lo cual la satisfacción resulta irrelevante y sin impacto real en nuestras vidas. El consumismo se muestra así como una especie de bulimia de índole casi patológica que ingiere recursos sin saber muy bien para qué.
El turismo sería el epítome de esta frivolización del tiempo, el espacio y el sentido; uno puede plantarse en cualquier punto del planeta en pocas horas, relativizando así la densidad de la experiencia del viajar hasta convertirse en una distracción sin significado existencial, alejada de aquella vivencia iniciática que en otras épocas supuso el viaje para quien se lo podía permitir.
En suma, como advierte Mayos, “este acelerado transcurrir amenaza con deshumanizar a los turbohumanos”. (La cursiva es mía). Interesa aquí destacar el escándalo con que el autor consigna la degradación psicológica, moral y social que acarrean las inercias que padece el mundo actual. Mayos apela continuamente a una serie de instancias antropológicas “fuertes”, clásicas incluso, abolidas las cuales el ser humano se vería abocado a la indigencia de una “existencia inauténtica”, por utilizar las palabras de Heidegger en Ser y tiempo y que se hacen eco de otras expresiones, como la marxista de alienación. Afirma Mayos, al aludir a tiempos pasados:
Entonces la vida era destino y —si bien la gente estaba cruelmente sometida a este— tenía la profunda satisfacción de realizarlo. Aún era posible encarnar el propio destino y cumplir con el sentido que uno sentía realizarse en él. [...] Hoy en cambio, el único sentido parece ser la imposibilidad de todo destino, de toda destinación, de toda meta, de todo fin, de cualquier final.
Parece añorar Mayos otra forma de vida, un tanto mítica e idealizada (in illo tempore), donde la dureza de las condiciones materiales a las que se veía sometida la existencia no impedía, más bien al contrario, hallar un sentido a la misma. Esta palmaria muerte de la teleología –ya pocos creen en la existencia de un destino personal sino, a lo sumo, en la sucesión de episodios deslavazados sin un puerto final– conduce al sujeto huérfano de referencias y de orientación a una espantosa deriva hacia ninguna parte, limitándose a coleccionar vivencias hueras de trascendencia en un marco de referencias inexistente o, en el mejor de los casos, provisional y efímero.
Este aspecto me parece clave: el hombre del siglo XXI, despojado de cualquier perspectiva de sentido, de cualquier trascendencia que avizore un horizonte más allá de la inmediatez de los estímulos que halagan sus instintos primarios, deja de ser plenamente humano para degradarse al mismo nivel que sus “hermanos animales”. No es extraño, pues, que en este contexto de deshumanización de la humanidad, no sean pocos los que, ante la disyuntiva, prefieran rodearse de perros o gatos antes que procrear o mantener vínculos afectivos con otros humanos.
Me gustaría poner de relieve que esta situación no es en absoluto fruto de una imprevista torsión de los tiempos, sino la consecuencia “fatal” de la Modernidad como proyecto de transformación de la relación del hombre consigo mismo y con el mundo. Mayos lo afirma claramente al hablar de “el impacto disolvente de la modernización industrial sobre los equilibrios sociales, psicológicos, culturales y políticos”. La tradición moderna (y no es un oxímoron) se basa explícita y activamente en la dialéctica con el pasado, al que se atribuyen todos los males y al cual hay que desbordar por tierra, mar y aire: lo mejor siempre está por venir, y no al modo clásico de un Edén paradisíaco posterior a la muerte, sino compulsivamente; abolida para siempre la ilusión del advenimiento de la utopía marxista –trasunto poco disimulado de la restauración del Reino en la tierra que postulaba el Antiguo Testamento–, el sujeto posmoderno sigue esperando, aunque ya sepa que nada de lo que le suceda colmará su sed infinita, tantálica. Los mismos principios que pusieron en marcha el vasto proceso de disolución de las grandes instancias de la humanidad (la naturaleza, Dios, el propio hombre como intermediario entre una y otro) son los que han acabado por devorar a la propia Modernidad, de manera que nos encontraríamos ante la desembocadura natural de una lógica perversa emprendida por ella misma.
En este contexto, el capitalismo, lejos de constituirse en el motor de la máquina devoradora (como se defiende desde determinadas instancias, y parece postular el propio autor), sería el equivalente a las ruedas del vehículo; de hecho, en el siglo XXI es la China comunista el principal agente de la turbohumanidad, embarcado el país como lo está en una escalada galopante de producción planetaria. Yo no soy materialista, y en consecuencia no acepto que sean los modos y medios de producción los que determinan la conciencia, sino en todo caso es esta la que toma y deja lo que aquellos le proporcionan.
¿Cuál es la propuesta de Mayos para “superar el sentimiento de desespero y abandono” en el que se encuentran las poblaciones de las sociedades opulentas? No queda muy claro. Aunque apela a ciertas disposiciones subjetivas (“el desapego, la distancia crítica, la serenidad e –incluso– la indiferencia”), más bien hay que deducir de sus denuncias que se mantiene fiel a una concepción clásica de la existencia humana, para la cual ciertas referencias –sentido, proyecto vital, comunidad, vínculo, pertenencia– son insoslayables.
Si algo queda claro, tras la lectura de Turbohumanos, es que somos muchos los que, ante la deriva en la que se hayan embarcadas, insisto, las sociedades opulentas, es preciso poner pie en pared, desandar lo andado y volver a la encrucijada ante la cual, en lugar de tomar el camino correcto, nos inclinamos por el equivocado.
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